
Sin Maldad / José García Abad
El 8 de abril se cumplen 30 años desde la muerte de Don Juan de Borbón y Battenberg, padre de Don Juan Carlos de Borbón, lo que me da la oportunidad para algunas reflexiones, tales como el hecho de que no transcurra el proceso de sucesiones sin problemas, a diferencia de lo que ocurre con la sucesión de los gobiernos. Alfonso XIII tuvo la indecencia de abdicar en favor de Franco, que se tomó el asunto con desprecio. No le sucedió Don Juan, como mandaban las normas monárquicas, sino Don Juan Carlos. A éste sí le sucedió Don Felipe, después de la traumática abdicación de su padre, pero no puede decirse que la relación entre ambos no sea manifiestamente mejorable.
Hijo de rey y padre de rey, aunque él nunca lo fuera, tiene la vida de Don Juan de Borbón y Battenberg, los ingredientes de una tragedia de Hamlet. Solo fue rey después de morir, como Inés de Castro, cuando, trasladado al Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial por orden de su hijo, Don Juan Carlos, éste mandó inscribir en su tumba: «Iohannes III». Una cariñosa falsedad.
Desde la muerte de Franco hasta mayo de 1977, cuando Don Juan renuncia a sus derechos dinásticos, España tenía dos reyes, una duplicidad molesta y peligrosa, sobre todo cuando los que disputaban eran padre e hijo: el padre como rey de derecho dinástico y el hijo como monarca de hecho, y de derecho desde la lógica democrática.
Era muy duro para Don Juan ver a su hijo recibiendo la Corona de los diputados y consejeros de Franco en una fórmula que hablaba de «instauración”. Por otro lado, la mera presencia del conde de Barcelona era considerada por el presidente Adolfo Suárez un incordio y, aunque nunca lo expresara abiertamente, también por su hijo.
Hijo de rey y padre de rey, aunque él nunca lo fuera, tiene la vida de don Juan de Borbón y Battenberg, los ingredientes de una tragedia de Hamlet. Sólo fue rey después de morir, como Inés de Castro, cuando, trasladado al Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial por orden de su hijo, Don Juan Carlos, éste mandó inscribir en su tumba: «Johannes III». Una cariñosa falsedad.
La historia de Don Juan es también, obviamente, una parte de la historia de su hijo. Ambos se parecían en simpatía, en su hedonismo y en lo mucho que les gustaban las mujeres, todas las mujeres, guapas o feas, altas y bajas, jóvenes o mayores, listas y cortas. Todas menos, quizás, las suyas, a las que querían de otra manera, digamos que por imperativo legal.
Sementales de raza
«Al fin y al cabo -le confiesa Don Juan a José Luis Vilallonga-, ¿qué somos los reyes? Unos sementales de buena raza cuya primera obligación es perpetuar la especie, procreando una y otra vez, pero sin cambiar de vaca, como los toros bravos». Pero en algo discrepaba al respecto con Don Juan Carlos: “Mirad —se justificó Don Juan dirigiéndose a sus compañeros que le acompañaban en viaje de Mallorca a Ibiza- os voy a confiar a vosotros lo que le digo a Juanito [Don Juan Carlos]. Mi vida privada ha sido mi vida privada, pero lo que te garantizo a ti y a tus hermanos es que no os he dejado por ahí a ningún hermano. Mi padre actuaba de otra forma. Con la Moragas tuvo un par de hijos, Leandro y María Teresa. Las dejaba embarazadas. Yo no. Nunca ha aparecido nadie que haya hecho ninguna reclamación al respecto. Siempre me he ocupado de mi esposa y de mis hijos… y luego tengo mi vida. Jamás le haría una faena a María”.
Ambos se distanciaron cuando el padre “entregó” al hijo a Franco para educarse en España. Un general, que no me autoriza a dar su nombre, fue testigo del malestar que le produjo a Franco que Juan Carlos no le insistiera en que deseaba pedir permiso a su padre antes de aceptar su propuesta: «El rey le hizo faenas muy gordas a su padre —me comentó—. Cuando Franco llama al príncipe y le dice que le va a nombrar heredero, que se va a publicar lo de sucesor a título de rey, Don Juan Carlos debería haberle dicho: “Señor, antes debo hablar con mi padre. Mi padre tendrá sus cosas, pero es mi padre. Yo no puedo decirle que sí a Vuestra Excelencia sin consultarlo con él”. Mira, eso desanimó a Franco, aunque le facilitara sus propósitos. Franco debió pensar: “Joder, éste traga con todo”.
Lo cierto es que Don Juan se cabreó como una mona y padre e hijo estuvieron seis meses sin hablarse. El 22 de julio de 1969 las Cortes proclamaron a Don Juan Carlos de Borbón príncipe de España y sucesor a título de Rey en la Jefatura del Estado. El príncipe trató de hacer encaje de bolillos en su discurso de aceptación para complacer a Franco y no disgustar en exceso al jefe de la Casa Real, su padre.
En el borrador que pergeñó inicialmente hacía una alusión a Don Juan que fue tachada por Carrero. Don Juan Carlos proclamaba en su discurso «la unidad y permanencia de los Principios del Movimiento Nacional», reconocía «la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936» y se acercaba con eufemismos al lema de su padre de que quería ser el rey de todos los españoles al decir: «España será lo que todos y cada uno de los españoles queramos que sea» y al afirmar que pertenecía por línea directa a la Casa Real española
Un día antes de la coronación del nuevo monarca, Don Juan escribe un manifiesto reivindicando sus derechos y duda sobre si hacerlo público o retirarse definitivamente. El conde de los Gaitanes, tras hablar con Don Juan Carlos, le convence de que no lo publique, que le dé un margen de confianza a su hijo.
Cuando España tuvo dos reyes
A la Corte de Estoril sucedió la de La Moraleja, donde residió el padre del Rey en la casa de los condes de los Gaitanes desde 1976 hasta 1982
Desde la muerte de Franco hasta mayo de 1977, cuando Don Juan renuncia a sus derechos dinásticos, España tenía dos reyes, una duplicidad molesta y peligrosa, sobre todo cuando los que disputaban eran padre e hijo: el padre como rey de derecho dinástico y el hijo como monarca de hecho, y de derecho desde la lógica democrática.
Don Juan no conspiraría contra el hijo, pero tragaba mal que Franco se hubiera burlado de él y de las normas tradicionales de la sucesión en el trono instaurando una monarquía a su antojo. Temía, además, que el reino franquista no durara mucho, como no había durado la monarquía después de que Alfonso XIII aceptara la dictadura del general Primo de Rivera y la ‘dictablanda’ de Dámaso Berenguer.
Juan Carlos I, su hijo, arriesgaba, en su opinión, convertirse en «Juan Carlos I y Último» o, como decía Carrillo, «Juan Carlos I el Breve». Le parecía una trágica paradoja que las fuerzas democráticas no hubieran premiado sus esfuerzos de toda una vida para restaurar una monarquía verdaderamente democrática. «Lo comprendo, pero me jode», le había comentado a Alburquerque.
En el bienio 1976-1977 se había instaurado una monarquía vigilada por los sables y el Rey respondía todavía al diseño franquista que le atribuía poderes similares a los del dictador, pero que también le ataba las manos en sus propósitos democratizadores, sobre todo por medio del Consejo del Reino. Además, aún no se había ganado la confianza de la opinión democrática. En esa situación confusa, en la que un régimen no terminaba de desaparecer y el nuevo encontraba dificultades para nacer, Don Juan seguía considerándose como el monarca adecuado, al haberse mantenido en el exilio sin comprometerse con el Caudillo más de lo que consideraba necesario. Los militares vigilaban a su hijo, pero éste era también vigilado por su padre desde La Moraleja.
El bienio de los dos reyes fue doloroso para Don Juan. Era muy duro ver a su hijo recibiendo la Corona de los diputados y consejeros de Franco en una fórmula que hablaba de «instauración», pero defenestrado Arias y elevado Suárez a la presidencia del Gobierno, Don Juan siguió sin darse por satisfecho. Por otro lado, la mera presencia del conde de Barcelona era considerada por el presidente Adolfo Suárez un incordio y, aunque nunca lo expresara abiertamente, también por su hijo. La enemistad entre Suárez y Don Juan era mutua
Don Juan tenía su propio protocolo: recibía en audiencia en La Moraleja a muchas personas y su jefe de la Casa, el siempre leal Beltrán Alburquerque, confeccionaba con él todos los días su hoja de ruta, su propia agenda real, «la papela». Rocío Ussía la pasaba a máquina y hacía cuatro copias con papel carbón, como se hacía antes del invento de los ordenadores: una para Don Juan, otra para Alburquerque, otra para el conde de los Gaitanes y otra se guardaba como archivo en una caja de plata.
Era la de Don Juan una presencia pacífica, políticamente impotente, pero no del todo irrelevante. Probablemente tenía razón Santiago Carrillo al afirmar que «Don Juan es el cero a la izquierda más importante de España», pero era un cero a la izquierda cargado de simbolismo.
“Querían que hiciera la renuncia por carta”
El acto supremo de renuncia, su abdicación el 14 de mayo de 1977, el gesto más generoso para quien se ha pasado casi cuarenta años esperando la Corona en el exilio, se hizo casi de tapadillo, sin la solemnidad que él acariciaba. No se haría en el Palacio Real ni ante las Cortes Generales que, según se quejaría amargamente, «es donde se hacen estas cosas», sino en la residencia privada del Rey, sin más parafernalia que la propia de un consejo de familia y con escaso eco en la prensa. «Llegaron a pedirme que hiciera la renuncia por carta, como quien se despide de un familiar. Habrían preferido que lo hiciera por teléfono», se lamentaba el renunciante. Quien sugirió que la hiciera por carta fue la reina Sofía.
Había exigido que se realizara «con televisión y por lo menos en palacio». «Y ya ves —lamentaba—, como no me dejaron hacerlo en el Palacio Real, tuvo que ser en La Zarzuela». Pretendió primero, según Anson, que tuviera lugar en un acto solemne en la cubierta del Dédalo, ante el féretro de su padre Alfonso XIII. Después pidió que se hiciera en el Palacio Real, pero Adolfo Suárez no deseaba un acto oficial. Resultaba, en efecto, paradójico que la oposición democrática, los constituyentes, optaran por el rey de Franco para desmontar la dictadura, pero al menos Don Juan esperaba que se reconociera la grandeza de su gesto con un acto decoroso. El conde recordaba que le había pasado como a su padre, cuando Franco despreció el gesto de su abdicación.
Lleva ejerciendo la profesión de periodista desde hace más de medio siglo. Ha trabajado en prensa, radio y televisión y ha sido presidente de la Asociación de Periodistas Económicos por tres periodos. Es fundador y presidente del Grupo Nuevo Lunes, que edita los semanarios El Nuevo Lunes, de economía y negocios y El Siglo, de información general.