¡Vaya Gente! / Mara del Prado
Carlos Juan Fitz-James Stuart ostenta el título de duque de Alba, pero el alma de la casa, mal que le pese, es su hermano Cayetano.
Él es quien ha tenido más razones de índole romántico para sus idas y venidas en la prensa del corazón. Él es quien supo ver el potencial de ponerle el nombre y los retratos de familia a una lata de aceite de precio desorbitado disponible en tiendas gourmet. Él es quien destapó los secretos de familia en un libro que acabó por enfrentarle a casi todos sus hermanos. Y él es quien ha hablado de los fantasmas de los palacios de Alba.
¿Cómo no se le había ocurrido antes a nadie? No hay nada tan exótico y a la vez previsible que un palacio con espíritus errantes haciendo chirriar los goznes de las puertas. ¿Acaso no recuerdan a aquella espectral Raimunda que deambulaba por el Palacio de Linares hasta que unos expertos en psicofonías la acabaron ahuyentando para procurar la funcionalidad de la Casa de América?
Desde entonces no había habido en España una historia de fantasmas que mereciera la pena hasta que el pequeño de los varones de Cayetana Fitz-James Stuart ha rescatado la tradición oral de los Alba, según la cual Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia, se pasea por los salones del Palacio de Liria; la reina francesa fue hermana de una duquesa de Alba –María Francisca, tatarabuela del duque de Arjona- y falleció, en el inmueble madrileño, en 1920. “Son historias que me contaban cuando era pequeño, pero las contaban como si fueran ciertas”, relata en Hola el también conde de Salvatierra, quien asegura que aún vaga por los salones vestida de blanco.
Aunque contó en su libro de memorias que su espíritu se le apareció en una ocasión a su segundo marido, Jesús Aguirre, la recordada duquesa de Alba no creía en los espectros y no supo o no quiso explotar las leyendas. La de Liria y la de Monterrey, residencia de los Alba en Salamanca. En esta ocasión es Cayetano quien puede hablar en primera persona para referir una serie de episodios que, dice, también vivió su padre, Luis Martínez de Irujo; una luz encendida al final de un pasillo que, al acercarse, se apagaba. También ruidos de cadenas y pasos en la noche. ¿Puede haber un relato más clásico y a la vez más emocionante?
Lástima que no esté en su mano; seguro que, si dependiera de él, los antepasados espectrales podrían hacer un último servicio a la Casa de Alba asustando a los turistas para contribuir al sostenimiento del ingente y costoso patrimonio familiar.