Destacado Económico / N. L.
Dos no pactan si uno no quiere. El Partido Popular rechazó el espíritu de los Pactos de la Moncloa exigiendo el traslado de la cuestión al Parlamento en forma de Comisión de Investigación, convertida en Antipacto, o sea, en causa general contra el Gobierno Sánchez.

Pablo Casado insistió en que se discutiera “con luz y taquígrafos” en el Congreso de los Diputados. Por supuesto, el Parlamento dirá la última palabra pero la luz y los taquígrafos deberían llegar en el debate final. Casado, experimentado político, sabe muy bien, como ha aprendido finalmente Pablo Iglesias, que en una primera fase no se pueden retransmitir en tiempo real los debates. Con micrófonos abiertos predomina la propensión de los políticos a las machadas radicales, a ponerse estupendos de cara a sus respectivas parroquias.
Las grandes cuestiones –y el coronavirus es la madre de las grandes cuestiones– exigen inicialmente el secreto de las deliberaciones, como se les exige a los miembros del Gobierno. Es preciso magrear las cuestiones con rigor y mano izquierda, cediendo todos algo, de forma que se imponga el sentido común.
Fernando Abril los encerraba con unos canapés
Gracias a esa discreción salieron adelante en 1977 los Pactos de la Moncloa poniéndose de acuerdo en largas sesiones, a veces virulentas, comunistas y socialistas con franquistas y nacionalistas catalanes y vascos. Fraga con González y Carrillo, para resumir el ambiente.

Y así pudo pactarse la Constitución que hoy nos rige. Había que ver a Fernando Abril Martorell, vicepresidente del Gobierno Suárez, cabildeando con Alfonso Guerra y reuniéndose con los ponentes a puerta cerrada, en la sede del Gobierno. Abril cerraba la puerta materialmente, para que no saliera nadie hasta que no se fueron alcanzando acuerdos, del más fácil al casi imposible, ofreciendo unos canapés colocados en mesa bufet al fondo de la sala.
El Gobierno suple la incertidumbre con términos surrealistas, cuando no tramposos.
A falta de un acuerdo político que marque algunas directrices básicas, el Gobierno tira para adelante sin poder despejar ninguna incertidumbre, ni respecto al cuadro macroeconómico y por tanto al consiguiente “Presupuesto de la Reconstrucción” un término impropio pues aquí no se ha destruido nada, al menos por el momento.

Resultaba patético escuchar el pasado 1 de mayo a la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, y a la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, presentando en rueda de prensa un cuadro macro más bien descuadrado. Ambas se referían a las hipótesis de la caída este año del PIB y a las previsiones de recuperación del año que viene, matizando cada dato con la obvia consideración de que se actuaría “según se vaya viendo”.
El Gobierno suple la incertidumbre acuñando términos, a veces surrealistas cuando no tramposos. Como es bien sabido, las palabras, por lo menos en política, están inventadas más para ocultar la realidad que para describirla.
Son acuñadas con la máxima urgencia no reñida con el ingenio en tiempos de revolución y no cabe duda de que el coronavirus nos transportará a un cambio social profundo. Será la “nueva normalidad”, un término inquietante en su ambigüedad que va más allá del eufemismo y que suponemos habrá salido del laboratorio de Iván Redondo.
El laboratorio de Moncloa ha acuñado otros términos tranquilizadores en la categoría de los placebos, como “hibernación económica” que encubriría amablemente la catástrofe económica en la que estamos ya inmersos. O como “desescalada”, que proporciona la sedante imagen de un deporte de montaña. De una montaña que no habíamos escalado.