
Alfonso Vázquez Atochero
Nunca se debe hacer cosquillas a un dragón que duerme, pues puede ser peligroso. Parecía imposible que la situación pudiese ocurrir, pero ocurrió. Las películas distópicas que se han hecho un hueco en la maquinaria hollywoodiense han facilitado un discurso del pánico ante un hipotético evento que transformase las reglas y los modos de producción a los que estamos habituados. Y aunque la idea de un espacio alternativo, diferente y diferenciador de idiosincrasias no es nuevo –Tomás Moro lo recreó con maestría hace 500 años–, el estilo narrativo ‘mainstream’ tiene un impacto evidentemente mayor en la sociedad de consumo rápido en la que vivimos (vale, también está más contextualizado). Además, la carta está preparada para todas las edades y gustos: para niños, para adolescentes, para adultos, para positivistas, para catastrofistas, para creyentes y para agnósticos; no hay límites cuando se trata de recaudar en taquilla. Y tras la dimensión creativa, artística y comercial, el cine ha ejercido asimismo una función didáctica al respecto y nos ha enseñado a entender el concepto y también a crearlo, creerlo y vivirlo. Hemos aprendido a crear y asimilar el pánico ante la llegada de extraterrestres, zombis o virus. Lo hemos vivido a través de películas o videojuegos.

Sólo tres años han pasado, las aguas aún no han vuelto a su cauce, pero nada volverá a ser como antes. Bueno, algunas cosas nunca cambiarán: la humanidad sigue con ganas de guerras, han aumentado las desigualdades sociales y seguimos destrozando el planeta
Y como el tópico de que la realidad supera a la ficción además es una máxima axiomática en nuestras vidas, ese escenario que hemos sentido y vivido en las multipantallas llegó a la vida real para romper nuestra monótona cotidianidad. El Covid-19 generó una crisis de pánico que colapsó el planeta. El miedo es libre y cada uno coge el que quiere, así que gobiernos, empresas y particulares decidieron administrar su cuota de pánico para enfrentarse ante un enemigo microscópico que, a pesar de su minúsculo tamaño, consiguió doblegar a la humanidad del siglo XXI, 50 años después de su llegada a la Luna. Los efectos no se hicieron esperar a medida que el microscópico saltaba de país en país, llegando a todos los rincones del planeta, haciendo patentes la teoría de los seis grados de Frigyes Karinthy; a fin de cuentas, el mundo es un pañuelo –libre de virus por favor–. Las Bolsas cayeron de manera general e irremediable y los gobiernos dictaminaron normas con la intención aparente de limitar el avance de la pandemia, de la que no escaparon ni las mascotas. Se justificó el desabastecimiento en algunos sectores y mercados como el tecnológico, en el que aumentaron los precios ante la escasez de ciertos productos –ah, las inefables reglas del mercado–. Las grandes empresas permitieron a sus trabajadores –sorpresa– no asistir a sus puestos de trabajo ante la menor sospecha de infección y miles de centros educativos paralizaron toda actividad. La psicosis estaba servida. El centro de esta onda expansiva, Wuhan, se blindó en un acto de autoflagelación y el cierre de fábricas evidenció, antes las imágenes satelitales que muestran la reducción exponencial de gases en la atmósfera, que algo bueno podemos sacar de esta crisis sociosanitaria: si nuestra actividad industrial disminuye, nuestro planeta lo agradece en un tiempo récord.
Pero otra cosa que hemos aprendido es que el modelo occidental se ha mostrado poco ágil y flexible para enfrentarse a nuevos retos y la solidaridad y la compresión entre estados no ha sido precisamente ejemplar. Semanas antes del caos, EE UU chantajeaba a sus socios europeos para que renunciasen a China y a su floreciente 5G. Pero a la hora de la verdad, frente a una crisis global, EE UU vetó la entrada de ciudadanos europeos como respuesta a la crisis del coronavirus. No obstante, a pesar de las bravuconadas de Trump, el deficitario y polarizado sistema sanitario estadounidense se erigió como baluarte idóneo para que el virus se hiciera fuerte y se consolidara como agente vitalicio. Y la alerta sería sólo relativa, pues las estadísticas no siempre serán concluyentes antes falta de evidencias médicas: si no se diagnosticaba la enfermedad, el caso no formaría parte de los cómputos oficiales, y si no se hacían los test para detectarla –por estrategia política o por el inasumible coste que suponía para el ciudadano ordinario– no podría ser diagnosticada. Al mismo tiempo, su troyano en Europa, paladín neoliberal en que se mira parte de la sociedad española, decretaba que la economía debería primar sobre las vidas humanas. Y los euroescépticos –propios y extraños– aprovecharon para echar tierra sobre las instituciones comunitarias. Al igual que ocurre tras cada crisis, un nuevo orden geopolítico se redibujó, China se ofreció a enviar ayuda y equipos médicos a los países más afectados, intentando por una parte lavar su imagen en este turbio ‘affaire’ y por otra posicionarse en el nuevo tablero de juego, buscando nuevos socios para echar la partida que se avecinaba. Sólo tres años han pasado, las aguas aún no han vuelto a su cauce, pero nada volverá a ser como antes. Bueno, algunas cosas nunca cambiarán: la humanidad sigue con ganas de guerras, han aumentado las desigualdades sociales y seguimos destrozando el planeta. El confinamiento fue un impacto, un ‘shock’ como hasta entonces no habíamos conocido. Pero ni como individuos ni como sociedad hemos aprendido nada.
Antropólogo y doctor en Comunicación Audiovisual (UEx). Máster en Dirección Estratégica y Gestión de la Innovación (UAB). Profesor de la Universidad de Extremadura y en UNADE. Investigador en Nodo educativo.