
Bruno Estrada
El sábado 14 de marzo salimos a aplaudir al personal de la sanidad pública que se estaba enfrentando a la peor pandemia que hemos vivido. Apenas habían pasado unas pocas horas desde que se aprobase la declaración del estado de alarma por parte del Gobierno del PSOE y Unidas Podemos.
Aunque el Real Decreto todavía no estaba publicado en el BOE, acababa de comenzar el periodo de confinamiento de toda la población española durante un plazo mínimo de dos semanas.
Ese aplauso, que se reprodujo en innumerables calles, plazas y avenidas de nuestros pueblos y ciudades, ponía de manifiesto la solidaridad con las médicas y enfermeros que se venían enfrentando desde hacía semanas, desde la primera trinchera, a la amenaza del Covid-19.

El aplauso de las 8 de la tarde es un grito amable que nos dice que la nuestra es una especie genéticamente cooperativa, cuya felicidad individual y colectiva depende en gran medida de no dejar a nadie atrás. De que para sentir plenamente nuestra libertad tenemos que hacerlo en comunidad
En el momento de escribir este texto hay 455 profesionales sanitarios contagiados por coronavirus, un 4% del total de enfermos. Sin su esfuerzo, compromiso y capacidad profesional será imposible vencer esta pandemia.
Pero ese aplauso era mucho más. Era la toma de conciencia individual y colectiva, al encontrarnos frente a las ventanas de nuestras vecinas y vecinos, del grave problema al que nos enfrentábamos todas.
Pero lo que me impresionó no fue el aplauso del sábado, sino el del día siguiente, y el del lunes, y el del martes, y el del miércoles. Ya llevamos cinco días confinados en nuestras casas, y el aplauso diario se ha convertido en un rito que nos hace sentir que somos parte de una misma comunidad.
Después de cinco días de aislamiento en casa, tan sólo con esporádicas salidas para comprar comida, sin poder ver a otros seres queridos, a los amigos, sin saludar a las vecinas y vecinos con los que habitualmente apenas intercambiábamos frases de cortesía. Tan sólo ocasionales salidas a la calle, siempre de uno en uno, sin formar “grupos de dos”.
Ese aplauso reiterado, alegre, vital, es la demostración más palpable de la falsedad de las palabras enunciadas por Margaret Thatcher hace más de treinta años, el 31 de octubre de 1987, en la entrevista que le realizó la revista Women´s Own: “No existe como tal la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales y hay familias”.
El neoliberalismo ha querido negar la sociedad. Negar que como mujeres y hombres nos necesitamos y necesitamos de quienes nos rodean. Negar las posibilidades de construirnos como sujetos sociales, como parte de una colectividad con la que compartimos, con la que sufrimos, con la que vivimos, reímos y lloramos.
Por eso el reiterado aplauso de las 8 de la tarde evidencia lo ‘ahumano’ que es el neoliberalismo.
Es evidente que inicialmente este aplauso surgió como una muestra de solidaridad con quienes protegen nuestra vida a riesgo de la suya. También como una reivindicación política sobre la capacidad de la sanidad pública para protegernos en el momento de mayor debilidad, cuando tememos por nuestra vida. Incluso algunas y algunos aplaudieron con fuerza para reivindicar un Estado del Bienestar que había sido jibarizado y esquilmado por la derecha en nuestro país después de la Gran Recesión, fruto de la crisis financiera de 2007-2008.
Pero la obcecada reiteración del aplauso de las 8 de la tarde es mucho más que eso. Es un grito amable que nos dice que la nuestra es una especie genéticamente cooperativa, cuya felicidad individual y colectiva depende en gran medida de no dejar a nadie atrás. De que para sentir plenamente nuestra libertad tenemos que hacerlo en comunidad. Que la libertad de alta sociabilidad, esto es, aceptar que somos libres hasta para establecernos límites colectivos, es lo que nos define en las complejas sociedades del siglo XXI.
Economista