
Sin Maldad / José García Abad
La reunión a puerta cerrada de Feijóo con la conservadora Asociación de Fiscales y las fuertes reacciones que ha generado por parte de las asociaciones progresistas como la Unión Progresista de Fiscales y la de Juezas y Jueces para la Democracia, así como por la Fiscalía General del Estado y por el propio Gobierno de la nación muestra con más dramatismo de lo habitual los extremos a que ha llegado la politización de la Justicia.
De hecho, la politización de la Justicia se ha convertido en un tópico, pero la cena de Feijóo con los fiscales conservadores y, sobre todo, que en ella éstos expresaran su deseo de que el PP gane las próximas elecciones generales y los reproches a leyes sobre las que pueden tener que decidir y el aplauso a la promesa de Feijóo de que no renovará el CGPJ en contra del mandato constitucional, es llevar la guerra demasiado lejos.
En mi opinión el problema que subyace en esta cuestión es la militancia de hecho de jueces y fiscales que incumplen la prohibición de afiliarse a partidos. Muchos han cogido su fusil ideológico, un problema que tiene difícil arreglo legal
El más politizado es el máximo órgano de gobierno de la justicia, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), con una mayoría de vocales propuestos por el PP, en funciones
En todos los países se produce alguna contaminación de la actividad judicial por la política. También puede hablarse de judicialización de la política, que, me comentaba Eduardo Torres-Dulce en una ocasión muy anterior a la del cenáculo con Feijóo, se produce como consecuencia de que los políticos no asumen sus responsabilidades políticas. Si dicen “eso que lo resuelvan los tribunales” están llevando esa responsabilidad política al órgano jurisdiccional.
Torres-Dulce, un magistrado independiente de verdad, que fue nombrado Fiscal General del Estado por Mariano Rajoy y que en un momento determinado dimitió, que fue Fiscal de Sala del Tribunal Supremo, Jefe de la Sección de lo Penal, Vocal del Consejo Fiscal y Fiscal de Sala en la Fiscalía ante el Tribunal Constitucional, entre otros cargos, lamentaba entonces que la división de poderes de Montesquieu ha sufrido en la evolución de los regímenes democráticos un progresivo deterioro en beneficio del Ejecutivo. En España, el Ejecutivo ha ido expandiéndose en sus funciones, desequilibrando al poder más importante que es el Parlamento. El peloteo de los fiscales en la fatídica cena demuestra hasta qué punto se ha desequilibrado una sana división de poderes.
Han cogido su fusil ideológico
En mi opinión, el problema que subyace en esta cuestión es la militancia de hecho de jueces y fiscales, que tienen prohibido afiliarse a partidos. Muchos han cogido su fusil ideológico, un problema que tiene difícil arreglo legal. Sólo cabe la esperanza de que, sin renunciar a sus creencias, a las que tienen derecho como todos los ciudadanos, actúen en los juzgados con total independencia.
Es un imperativo moral, pues como me dice Clemente Auger, progre pero no menos independiente, antes del cenáculo, quien entre otros cargos presidió la Audiencia Territorial de Madrid, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, la Audiencia Nacional y dirigió la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo y que en 1972, en la clandestinidad fundó en su casa Justicia Democrática, “al juez hay que reconocerlo por sus resoluciones, no por su ideología”. “Las ideologías –sentencia– son malas, tanto la del progre como la de los conservadores”.
No se respeta el espíritu de la Constitución
El más politizado es el máximo órgano de gobierno de la justicia, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), con una mayoría de vocales propuestos por el PP, en funciones.
Una cuestión peliaguda es, reitero, la naturaleza del gobierno de la justicia, del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del nombramiento del presidente del Tribunal Supremo por este órgano. La Constitución establece que éste sea elegido por el CGPJ y así se hace formalmente, pero no de acuerdo con el espíritu de la Carta Magna. Ésta establece que el Parlamento elige al Consejo y son los vocales los que eligen al presidente del mismo, pero en realidad son los partidos los que lo hacen y ello perturba su funcionamiento.
Es normal que los vocales del Consejo sean elegidos por el Parlamento y no por los jueces, que no deben determinar la composición de un poder del Estado como es el judicial. Lo más democrático es que lo determinen los representantes de los ciudadanos. Es absurdo que si una proporción enorme de los jueces fuera mayoritariamente conservadora y en cambio la sociedad española, a través de su representación en el Parlamento fuera mayoritariamente progresista, tengamos un CGPJ como contrapoder, un sector minoritario frente al conjunto de la sociedad.
Los criterios que se lleven al Consejo tienen que ser los mayoritarios de la sociedad. Lo más conveniente es establecer un sistema que no deje participar a las asociaciones profesionales de la magistratura en la constitución del mismo. En puridad democrática deben hacerlo los representantes del pueblo en el Parlamento.
El sistema puede funcionar bien si se cumple el espíritu de la Norma Suprema que establece que el Consejo será nombrado por sus vocales que, a su vez, eligen a su presidente. Pero lo que sucede es que el Consejo que debe ser independiente es controlado por un presidente que en realidad no ha sido nombrado por el Consejo como dice la Constitución, aunque lo sea formalmente, sino pactado por los partidos. Eso es inconstitucional.
La Constitución no dice que lo pacten los partidos, pero siempre se ha pactado. José Luis Rodríguez Zapatero se puso de acuerdo con Mariano Rajoy para poner a Carlos Dívar, un nombramiento muy polémico, y Mariano Rajoy se puso de acuerdo con Alfredo Pérez Rubalcaba para nombrar a Carlos Lesmes. Y como al Consejo se le ha dado un tinte muy presidencialista, quien realmente toma las decisiones es el presidente.
Cabe preguntarse si es necesario un órgano de gobierno como el Consejo General del Poder Judicial; si no sería más razonable que, de acuerdo con la división de poderes, el de la Justicia, que es un poder de naturaleza diferente, fuera ejercido por cada juez en su juzgado.
Personalmente, soy partidario de esta fórmula a la que habría que aplicar alguna forma de institucionalización que no desnaturalizara su esencia. Pero entiendo que la cuestión es muy compleja. De hecho, existe una fórmula próxima a la española, con más o menos poderes en varios países de nuestro entorno como Francia, Italia o Portugal. Es verdad que un sistema sin un gobierno de los jueces propiamente dicho que reproduce el esquema del Legislativo y el Ejecutivo, sería muy débil ante la fuerza del Gobierno y de los poderes fácticos.
Predomina la idea de que es preciso un órgano independiente que haga los nombramientos, que establezca la disciplina etc. Si –entienden– ello depende del ministro de Justicia; si el ministro nombra a los jueces, los sanciona o los asciende, determina quién va al Tribunal Supremo; si un juez teme que puede ser represaliado por dictar una sentencia contraria al Gobierno en un proceso contencioso administrativo, probablemente no actuaría con libertad. Sería el Gobierno quien mandaría en la Magistratura, eliminando a Montesquieu, que se inventó el sabio principio de la división de poderes.
Lleva ejerciendo la profesión de periodista desde hace más de medio siglo. Ha trabajado en prensa, radio y televisión y ha sido presidente de la Asociación de Periodistas Económicos por tres periodos. Es fundador y presidente del Grupo Nuevo Lunes, que edita los semanarios El Nuevo Lunes, de economía y negocios y El Siglo, de información general.