
Juan Ignacio López-Bas
Si uno va en coche por la N-323 entre Ízbor y Vélez de Benaudalla, en la provincia de Granada, se encuentra de golpe con el embalse de Rules, uno de los mejores ejemplos de políticas improvisadas sin planificación coherente previa. Una infraestructura de ingeniería que costó 14.000 millones de las antiguas pesetas y que se construyó entre mediados de los años noventa y 2004, cuando fue inaugurada por la entonces ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. Más allá del alto precio que ofrece el paisaje, se trata de un despropósito en la gestión del dinero público, ya que es una presa que lleva desde su puesta en marcha simplemente embalsando agua sin que la misma pueda ser utilizada como agua de boca o para el riego agrícola. ¿Y por qué esto? Muy sencillo: alguien pensó en diseñar un pantano, y muy posiblemente en sus usos, pero a nadie pareció importarle después que éste precisaba de tuberías para llevar el agua a algún sitio tras empantanarla entre montañas. Han tenido que llegar los fondos europeos para que parezca que esas canalizaciones van a ser una realidad tantos años después…

La presa de Rules lleva desde su puesta en marcha en 2004 embalsando agua sin que la misma pueda ser utilizada como agua de boca o para el riego agrícola. ¿Y por qué esto? Muy sencillo: alguien pensó en diseñar un pantano, pero a nadie pareció importarle después que éste precisaba de tuberías para llevar el agua a algún sitio
Recientemente aprobamos en el Congreso la primera ley en España que trata de institucionalizar la evaluación de políticas públicas de la Administración General del Estado. Es decir, la norma que trata de establecer procedimientos para analizar las necesidades de la ciudadanía en relación con las soluciones que pueden dárseles con los servicios públicos de nuestras Administraciones, en este caso, de la estatal. Y no sólo eso, sino que dicha norma prevé, o debiera, análogos procedimientos para establecer si esas decisiones sobre cómo gestionar lo que es de todos, y lo principal, con dinero de todos, son realmente las mejores o si deben rectificarse. En resumen: que si alguien decide construir otro embalse como el de Rules, haya quien antes de nada analice qué necesidades de agua embalsada tienen los ciudadanos de la zona, para qué usos se precisa esa agua, qué coste supone la obra a realizar, su mantenimiento y sus gastos conexos, qué resultados o beneficios se prevé obtener del proyecto, y poder así decidir en consecuencia con datos sobre los que apoyar la decisión.
Y, por supuesto, que haya también quien a posteriori nos diga si aquella decisión fue buena porque se cumplieron los objetivos previstos, o si igual hay que replantearse en el futuro este tipo de actuaciones para que sirvan de algo más que para unas bonitas fotos del atardecer en la cuenca del río Guadalfeo.
La evaluación de políticas públicas es, por esto, no sólo una manera de analizar primero y de fiscalizar después lo que la Administración hace. Es en realidad una herramienta para lograr una mayor calidad democrática en ese hacer de los poderes públicos. Si son importantes tanto la participación ciudadana en las decisiones de quien gestiona nuestros intereses comunes como la transparencia en la forma de hacerlo mediante la oportuna visibilidad de sus actos de gestión y la necesaria rendición de cuentas, igualmente fundamental es justo la posibilidad de evaluar esas decisiones en aras de la eficacia, obtener los mejores resultados posibles con los recursos limitados de que se dispone, y de la eficiencia, obtenerlos usando racionalmente la menor cantidad de tales recursos.
Pero, sobre todo, esa evaluación es señal de una sociedad políticamente madura que reconoce la necesidad de aplicar el método científico a la acción política, esto es, adquirir conocimientos sobre los que poder tomar decisiones razonables y razonadas a partir de la experiencia y la medición. Y es que, si ese método sirve, por ejemplo, para proveernos de medicamentos contra las enfermedades, la pregunta es por qué hemos tardado tanto en aplicarlo a decisiones sobre subir o bajar impuestos, subvencionar o no determinadas actividades, mandar un satélite al espacio exterior o, también, construir un pantano sin tener en cuenta cómo sacar el agua del mismo.
La pregunta ahora mismo reside en saber si vamos a disponer en pronto en nuestro país de ese instrumento, el de la evaluación de las políticas públicas, una vez que hemos aprobado hace apenas unos días la Ley de Institucionalización de Políticas Públicas en el Congreso y cuando la misma entre en vigor, tras publicarse en el BOE, y de vuelta del trámite correspondiente en el Senado. La respuesta, desgraciadamente, no parece afirmativa. No al menos en el corto plazo, porque no parece que vaya a funcionar pronto la Agencia Estatal de Evaluación de Políticas Públicas, que la ley sólo “autoriza” a crear –pero que aún no crea realmente–, y porque la propia norma legal aprobada se autolimita al regularse como supletoria ante cualquier otra normativa específica que pueda existir en materia de evaluación de políticas públicas. Porque el problema es que la ley solo será aplicable si no existe otro procedimiento de evaluación específico, sin determinarse bajo qué criterios objetivos mínimos se considera un procedimiento de evaluación específico como tal y, por tanto, prioritario en su aplicación.
En el trámite parlamentario de la ley, de la que quien suscribe ha sido ponente, el proyecto recibió exactamente 100 enmiendas. Más de un tercio (36, en concreto) de mi grupo parlamentario, Ciudadanos. Y sí, la ley es ahora mejor que el proyecto presentado por el Gobierno para poder cumplir con una de las exigencias de Europa en relación con los fondos europeos Next Generation, no otro que tener una ley aprobada antes de final de este año. Pero quedan fundamentalmente dos cosas: la primera, que la ley, aunque incompleta, supletoria y mejorable, se cumpla en todos sus términos. Y la segunda, que el gestor político español asuma la cultura de la evaluación de sus decisiones como una ventaja y no como una amenaza. O lo que es lo mismo, como algo que suma a la hora de hacer las mejores políticas posibles y no como un obstáculo a la ideología, porque la misma no debería poder afectar a la mejor manera de hacer las cosas cuando el objetivo es uno y común: mejorar la vida de las personas a través de los servicios públicos.
Recientemente creíamos haber empezado a superar el dislate de diseñar embalses sin tener en cuenta para qué se embalsa el agua. Esa fue al menos la esperanza cuando supimos que el Ministerio de Trabajo había encargado a una consultora un estudio de evaluación del impacto de la subida del SMI de 2019 en la desigualdad y el empleo. Y es que parecía, coincidiendo con el inicio de la tramitación de la Ley de Institucionalización de Políticas Públicas, que alguien ponía en marcha, al menos, un análisis ex post de una política concreta del Gobierno. Que se haya ocultado el contenido del informe por el propio Gobierno hasta que el Consejo de Transparencia exigió darlo a conocer, previa denuncia de tal opacidad, demuestra que aún falta mucho para que esa cultura de la evaluación esté plenamente asumida. Y es que un informe que no da la razón plena al gestor público no debe ser nunca un problema, sino una oportunidad para mejorar en la gestión. A la ley, por tanto, le queda mucho por recorrer aún, visto lo visto.
Una conclusión: es hora de exigir una eficaz y permanente evaluación de las políticas públicas como garantía de los derechos de los ciudadanos a una Administración más abierta y transparente. Y un consejo: si tienen ocasión, no dejen de visitar la cuenca del Guadalfeo. El panorama, se lo aseguro, lo merece.
Juan Ignacio López-Bas Valero (Orihuela, 1969). Diputado nacional de Ciudadanos por Alicante y portavoz de la formación liberal en las Comisiones de Ciencia, Innovación y Universidades, y Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. Concejal en el Ayuntamiento de Orihuela (Alicante) entre 2011 y 2019. Licenciado en Derecho y abogado.