Alba del Prado
Ultras, fascistas, neofascistas, posfascistas, ultranacionalistas, ultracatólicos… se llame como se llame, la extrema derecha mantiene una creciente curva de presencia y cuota de poder en Europa que pone en peligro no solo el mantenimiento de los valores occidentales, sino la conservación del régimen de libertades que le caracteriza. Los resultados de las recientes elecciones en Finlandia, que han supuesto la salida de la primera ministra, la socialdemócrata Sanna Marin, reflejan el ascenso de la ultraderecha en un nuevo país. Mientras, en España, Vox se frota las manos a la espera de que los resultados de las elecciones de mayo y diciembre le abran más puertas de poder. El PP ya ha dicho que pactará con la formación ultra allá donde lo necesite.
El partido conservador finés, Kokoomus (20,8%) ha ganado con un estrecho margen de siete décimas frente a la ultraderecha del Partido de los Finlandeses (20,1%), que ha conseguido los mejores resultados de su historia, mientras el Partido Socialdemócrata pasaba de ostentar el gobierno a tercera fuerza.
En España, Vox espera agarrarse a esa ola neofascista que sacude Europa y se frota las manos ante la posibilidad de ‘tocar’ más poder a nivel autonómico, local y, sobre todo nacional. En apenas tres años, la formación liderada por Santiago Abascal ha logrado convertirse en la tercera fuerza parlamentaria, llegar al gobierno autonómico de Castilla y León y forzar el giro del PP a la derecha hasta lograr un fuerte efecto mimético pese a los cantos de sirena de ‘centrismo’ y moderación que lanza de forma permanente su recién estrenado líder, Alberto Núñez Feijóo. Las últimas discrepancias con el ala dura del PP representada por la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso no parecen influir demasiado en sus expectativas.
Las campañas electorales que se avecinan en mayo y diciembre se plantean desde el PP con la posibilidad abierta de repetir la coalición castellano-leonesa allá donde lo necesite para gobernar. La abstención del PP en la pantomima de moción de censura protagonizada por el líder ultra, Santiago Abascal, y Ramón Tamames ‘rubricó’ esa estrategia.
En Europa, el auge de los posfascismos se hace notar. Ahora, en Finlandia, el líder conservador Petteri Orpo tiene dos opciones: formar un gobierno de frente amplio con los socialdemócratas, o hacerlo con el ultraderechista Partido de los Finlandeses que lidera Riika Purra. Históricamente en Finlandia ha habido múltiples gobiernos de frente amplio con hasta seis partidos. Ahora se verá si la ultraderecha entra en un nuevo Ejecutivo de Europa o las fuerzas democráticas plantean un cordón sanitario frente al neofascismo.
Los partidos de derecha radical están en crecimiento desde hace 30 años. Aunque el grave peligro para la democracia y las libertades está en la creciente normalización de sus postulados en la sociedad. En ello ha tenido mucho que ver el efecto mímesis de los tradicionales partidos conservadores. En España, incluso, el mimetismo ha abarcado a partidos nuevos: las fotos de Colón en las que participó de forma activa Ciudadanos muestran hasta qué unto los postulados ultranacionalistas calan en la derecha.
Desde la década de los 80 del siglo pasado ha habido cerca de setenta gobiernos europeos con partidos de extrema derecha. Por ejemplo, el italiano Silvio Berlusconi nombró ministros del neofascista Alianza Nacional en 1994. Además, fuerzas de extrema derecha han gobernado en Eslovenia en varias ocasiones y lo hacen ahora en Hungría y en Polonia.
La ultraderecha europeo tiene hoy más apoyo que nunca como demuestran los buenos resultados del Frente Nacional francés de Marine Le Pen en la primavera pasada y los recientes éxitos en Finlandia, Suecia e Italia, la ultraderecha se sitúa en el 17% de los votos.
Radicalismo importado
Desde la época del Tea party (generador de los grandes contenidos doctrinales) y los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Tatcher no se conocía un auge de los postulados radicales de la derecha como el actual. Donald Trump y Jair Bolsonaro se hicieron con el poder en Estados Unidos y Brasil, pero la ultraderecha también toca poder en Filipinas e India.
Desde la época del ‘Tea party’ (generador de los grandes contenidos doctrinales) y los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Tatcher no se conocía un auge de los postulados radicales de la derecha como el actual.
En Europa, la extrema derecha ha aprovechado las crisis de la última década para reagruparse. Animados por la crisis financiera de 2008, los ultras han adoptado un discurso para salir de la marginalidad en la que estaban. Ya no van con las cabezas rapadas. Ahora son apellidos rimbombantes los que, de traje riguroso, inoculan la opinión pública día si y día también con su anti-islamismo, su xenofobia, su machismo, sus posturas anti LGTBI, su liberalismo económico radical -merma de derechos laborales de los trabajadores-, el uso abusivo de los símbolos de todos -desde la bandera- su manipulación de las instituciones-, su radicalismo religioso o su concepción ultraconservadora de la moral. A ello hay que añadir, como en el caso británico, el rechazo a la UE
Ahora, sus expectativas florecen ante los vientos de una recesión económica y las turbulencias geopolíticas globales.De hecho, en 16 de los 27 países de la UE, las principales formaciones ultras han crecido en votos recibidos. En quince, superan los dobles dígitos en votos. El espejismo es ya un oasis para la llamada ‘internacional reaccionaria’.
Los ultras también tienen una presencia sólida en los cuatro mayores países de la UE. En Alemania, la extrema derecha irrumpió en el parlamento federal en 2017 por primera vez desde la reunificación, pero desde entonces se ha deshinchado tras aplicársele un cordón sanitario para aislar a la formación. En Francia, Marine Le Pen acarició el poder y su partido es la tercera fuerza del país. En Italia, la normalización de Silvio Berlusconi a los discursos más populistas y radicales abrió las puertas del poder a Matteo Salvini primero y a Meloni ahora. El 26% cosechado por Hermanos de Italia dio a los posfascistas el primer Gobierno de un país de Europa occidental en la historia reciente. Finlandia puede ser el segundo… Junto a los socios de la Liga Norte, el total de votos para la derecha radical italiana alcanzó el 35%. Los Demócratas Suecos lograron un histórico sorpasso al grupo de los Moderados, afiliados al Partido Popular Europeo, con más de un 20% de los votos.
Le Pen y su partido obtuvieron resultados inauditos en las recientes presidenciales (41% en la segunda vuelta) y legislativas francesas. Viktor Orbán ganó en abril por cuarta vez consecutiva las elecciones legislativas en Hungría, aunque la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) consideró que los comicios fueron libres pero no justos, por distorsiones propiciadas por el Ejecutivo.
Por qué crece
Este auge de los partidos y postulados neofascistas es fruto de la acumulación de descontentos durante las sucesivas crisis que han sacudido las economías occidentales desde finales del siglo pasado. Las más recientes crisis financiera e inmobiliaria, la del Covid y la situación actual de subidas de tipos y alta inflación han acabado por dar un golpe casi mortal a la clase media.
Una clase media que ha visto cómo desaparece no solo su capacidad de consumo y ahorro sino también cómo su futuro se ensombrece por culpa de decisiones económicas pasadas más preocupadas por la macroeconomía que por el progreso de sus ciudadanos.
El Estado del Bienestar que caracterizaba la Europa ‘civilizada’ ha pasado a mejor vida; aumenta el desempleo, suben los precios y los tipos y, en consecuencia, la clase media mayoritaria se depaupera y ‘proletariza’ de forma acelerada..
El Estado del Bienestar que caracterizaba la Europa ‘civilizada’ ha pasado a mejor vida; la globalización y deslocalización de las industrias han aumentado el desempleo, suben los precios y los tipos y, en consecuencia, la clase media mayoritaria se depaupera y ‘proletariza’ de forma acelerada. Los ricos son cada vez más ricos; mientras los pobres se empobrecen cada día más. El malestar crece en la misma medida en que los partidos posfascistas ganan terreno.
Buena parte de esa clase media siente un profundo desprecio hacia el establishment político, financiero, cultural que ha construido el modelo en el que vivimos, y ve en las propuestas de la ultraderecha una posible solución a sus problemas.El neofascismo utiliza ‘caretas’ diferentes para calar en el electorado: En Suecia ha sido la criminalidad; en Italia lo fue el que solo el partido Hermanos de Italia fuera quien planteó una oposición al Gobierno de Draghi. En Francia, el peso de la inmigración musulmana se mantiene como ‘gancho’. En Finlandia, el factor ambiental y los ecos de un ‘Fin-xit’ (salir de la UE) parecen haber sido lapidarios.
Gobiernos reaccionarios
La punta de lanza ultra en el continente se alza desde Hungría y Polonia, los dos únicos países en los que la extrema derecha gobierna desde hace años con abrumadoras mayorías. Víktor Orbán, desde Budapest, y el ultracatólico Mateusz Morawiecki, desde Varsovia, encabezan dos democracias iliberales que han asestado importantes golpes contra el Estado de derecho. Ambos ejecutivos han recortado libertades a las mujeres y a la comunidad LGTBI, han criminalizado la migración con una retórica islamófoba y tratan de controlar tanto el sistema judicial como los medios de comunicación.
Otros países donde la extrema derecha gobierna como socio minoritario de coalición son Estonia, Letonia y Eslovaquia, único miembro de la UE que, además, cuenta con presencia neonazi en su parlamento. Todos comparten una posición nacionalista, identitaria, tradicionalista y xenófoba. En 2013, el entonces líder ultra estonio Martin Helme resumió así su política migratoria: “Si eres negro, vete”. Suecia podría unirse a esta lista. Tras quedar segundos en las elecciones del 11 de septiembre, el partido ultra Demócratas Suecos – de orígenes fascistas y nacionalistas blancos— negocia su entrada en el ejecutivo. Así pues, Italia sería el séptimo país de la UE con presencia ultra en su gobierno.
Quién vota ultra
La clase media, con las clases populares dentro, ha sufrido un deterioro innegable. En esa dinámica, amplios sectores de la sociedad son sensibles a una llamada nostálgica, recuerdo de otro tiempo, no necesariamente más próspero ni más estable, aunque muchos sienten que lo era, que coincidía con mayor crecimiento económico, menor presencia de extranjeros, mayor control nacional.
Buena parte de esa clase media se ha venido abajo, o tiene una sensación de insatisfacción, riesgo o retroceso. Siente un profundo disgusto, incluso cólera, hacia el establishment político, financiero y cultural que ha construido el modelo en el que vivimos, y que ve en las propuestas de ultraderecha una posible solución a sus problemas.
El patrón de Vox exhibe una considerable transversalidad por rentas. Eso explica que el CIS de marzo mantenga a la formación como tercera fuerza política con el 10,1% de los votos.
En ese marco, el factor identitario es clave. El nacionalismo se asienta en elementos culturales, religiosos, tradicionales y étnicos. Hay una auténtica carrera en el uso de esas palancas. Grandes partidos conservadores moderados se han transformado en nacionalistas. El Partido Republicano de Estados Unidos es el máximo ejemplo, especialmente tras la presidencia de Donald Trump, al haber sido conquistado por su ala radical, nacionalista y con posturas muy próximas al supremacismo blanco tal como se pudo comprobar en el asalto al Capitolio donde la iconografía resaltaba, precisamente, esos ‘valores’ ultranacionalistas. Esa mezcla —nacionalismo, identidad, nostalgia— conforma un inextricable conjunto de elementos que ejerce una atracción transversal en muchos países, a veces con especial intensidad en las clases menos prósperas, con menores niveles de educación y con situaciones periféricas.
En España, el patrón de Vox exhibe una considerable transversalidad por rentas. En Andalucía y Castilla y León, el partido logró casi los mismos votos entre personas de rentas bajas, medias y altas, al contrario que el Partido Popular, con más apoyo entre los más acomodados. Eso explica que el (polémico) barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de marzo coloque a la formación neofascista de Santiago Abascal como tercera fuerza política por delante de Podemos con el 10,1% delos votos estimados.
Sea como fuere, son tiempos de radicalización de partidos conservadores, antes moderados, que recogen ese malestar de las clases medias y trabajadoras. En paralelo se registra la erosión de los partidos socialdemócratas y populares, que construyeron en la posguerra la Europa contemporánea y que son considerados corresponsables de un modelo ahora cuestionado.
Otro fenómeno vinculado a ese descontento es el abstencionismo, con tasas récord en Francia o Italia. Otras viejas instituciones generan crecientes niveles de desconfianza, como los medios tradicionales en muchos países.
En Hungría, Viktor Orbán ganó en abril por cuarta vez consecutiva las elecciones legislativas, aunque la OSCE consideró que los comicios fueron libres pero no justos, por distorsiones propiciadas por el Ejecutivo.
El auge de la ultraderecha se puede conectar con la brecha que parece abrirse en Europa, en términos sociales, económicos, culturales y territoriales además de políticos. En las presidenciales francesas, Marine Le Pen perdió por dos a uno el voto de las clases medias-altas, pero ganó entre las rentas bajas (56% a 44% contra el centrista Emmanuel Macron). A la líder de ultraderecha la votaron solo el 23% de los ejecutivos, pero más del 64% de los parados y de los obreros.
En otros casos, se asiste a un fenómeno de radicalización de partidos conservadores moderados que acaban recogiendo esa misma ira, como el caso de los Republicanos de Estados Unidos en la era Trump, o los conservadores británicos en la era Brexit.
La pulsión nostálgica, por ejemplo, también ha sido para ellos un activo. En 2016, la añoranza del pasado era una de las brechas entre quienes votaron republicano o demócrata: el 80% de los votantes de Trump pensaban que hace 50 años las “personas como ellos” estaban mejor que ahora, pero muy pocos votantes de Clinton decían lo mismo.
Otro fenómeno vinculado a ese descontento es el abstencionismo, con tasas récord en Francia o Italia. Otras viejas instituciones generan crecientes niveles de desconfianza, como los medios tradicionales en muchos países.
La globalización quizá haya creado condiciones que han propiciado el auge nacionalista de la derecha extrema. En Occidente, ha traído una moderación del precio de muchísimos productos, pero es un beneficio no siempre visible, mientras que las pérdidas de empleo de una fábrica deslocalizada son algo muy evidente. En términos globales, la globalización ha tenido la virtud de sacar de la pobreza a una parte importante de las clases bajas a nivel mundial, pero ha reducido la renta de las clases medias en Occidente, mientras una minúscula parte de ultrarricos ha logrado un enriquecimiento descomunal.
Ahora, la alta inflación amenaza con activar toda esa dinámica, erosionando el poder adquisitivo de forma especialmente dolorosa para las clases bajas y medias-bajas que sufren y contemplan con disgusto los peores efectos del sistema.
Combate económico
Conscientes de ello, los gobiernos nacionales, la UE, y en general las fuerzas del sistema buscan, en cierta medida, recuperar terreno, aplacar esa ira, ofrecer protección, mejoras sociales. Es el caso de los fondos europeos de ayuda, generosos esquemas ERTE, subidas del salario mínimo, subsidios para suavizar el impacto de las facturas, reformas de los mercados laborales, rentas mínimas de inserción.
A escala de la UE, la respuesta comunitaria ha coincidido con una fuerte subida del índice de confianza ciudadana en el bloque, según el Eurobarómetro. Pero a nivel nacional, son muchos los países donde la ultraderecha pisa fuerte.
Por ello, si Europa pretende defenderse del auge neofascista al que asiste deberá volver a sus postulados de base, con una defensa activa de las libertades en todos sus países miembros y con un refuerzo (no el desmantelamiento) del Estado del Bienestar; además de velar por el respeto a los derechos de los trabajadores y las minorías que han caracterizado la sociedad occidental en el último siglo.
En Eslovenia, la ultraderecha ya ha superado a los democristianos y lideran la oposición. En Bélgica es la segunda mayor fuerza. En Dinamarca y en Austria han retrocedido y son la tercera, pero solo después que los socialdemócratas daneses y los cristiano-demócratas austríacos, ambos en el poder, mimetizasen su discurso. En República Checa y Países Bajos, se mantienen sobre el 10% rodeadas de partidos liberal-conservadores. En Croacia, Portugal y Rumanía, nuevas formaciones ultra se catapultaron en las últimas elecciones y ya son la alternativa a las tradicionales.
Si Europa pretende defenderse del auge neofascista deberá volver a la defensa activa de las libertades en todos sus países miembros y el refuerzo (no el desmantelamiento) del Estado del Bienestar que la han caracterizado en el último siglo.
Grecia, Chipre, Bulgaria y Luxemburgo son los países donde la extrema derecha ocupa una menor posición en sus parlamentos. Aún así, gobernar no es la única vía para que estas políticas ancladas en el pasado regresen al presente, pues su influencia ha servido para desplazar a la derecha la balanza de lo políticamente aceptable.
Sin ningún diputado ultra, Lituania, Malta e Irlanda son las raras excepciones a este ascenso reaccionario cada vez más fuerte en la UE. De momento.
Sus consignas han calado de manera reciente entre la población sueca, siempre considerada como el paraíso del estado del bienestar y la socialdemocracia; la ganadora en las elecciones de Italia no reniega del dictador Benito Mussolini; y los mandatarios de Hungría y Polonia continúan con su agenda autoritaria y restrictiva en cuanto a derechos sociales.
Sin duda, la economía será el principal asunto a tratar entre los partidos finlandeses. En la campaña se ha hecho más que evidente que el modelo de los dos partidos para recortar el incremento de la deuda, que en los últimos cuatro años ha subido hasta el 73% respecto el PIB, resulta frontalmente opuesto. La receta de los conservadores pasa por ahorrar en los próximos años seis mil millones de euros, aplicando recortes en la administración pública, las ayudas al desempleo y otros servicios sociales.
Desde el partido Socialdemócrata han acusado a los conservadores que su plan de ahorro supondría un tijeretazo profundo a todos los servicios básicos del estado del bienestar, mientras que ellos, en cambio, apuestan por inversiones que favorecerían el desarrollo económico y a subidas temporales de los impuestos. En un posible acuerdo entre conservadores y socialdemócratas, los analistas finlandeses especulan con el rol que tomaría Sanna Marin.