Tribuna/ Bárbara Berrocal
Gracias a la técnica, las distancias físicas de nuestro mundo se han visto notablemente reducidas en las últimas décadas. Conocer otras culturas, otras lenguas, otros paisajes, se ha convertido en algo tan cotidiano que viajar es ya una parte estructural de nuestro ocio.
Sin embargo, esta expansión de la posibilidad de viajar nos pone ante un patrón característico de nuestra sociedad: la trampa de la inmediatez y la superficialidad. Es habitual ver cómo se consumen experiencias de viaje patinando sobre ellas, a causa del ritmo vertiginoso que se nos impone. Impera una terca incapacidad para sumergirnos y empaparnos de eso otro que tenemos delante. Parece que hemos olvidado que viajar es siempre un retorno, un camino de vuelta a casa en el que cobran sentido los versos del poema ‘Ítaca’ de Kavafis.
Sucumbimos a la ilusión ilustrada y neoliberal de que yo estoy por encima de todo, de que mi libertad es absoluta y me permite traspasar cualquier cerca de rosas, propia o ajena, sin preocuparme de dónde planto el pie
Reflexionando sobre el valor paradigmático del viajar, empiezo a sospechar que tiene mucho que ver con nuestro modo de relacionarnos con lo otro. Si estoy en lo cierto, quizás recuperar una vivencia del viaje más genuina nos abra la puerta a otros modelos epistemológicos. Y, en medio de esta reflexión, me he topado con un hito inesperado: Las Cuatro lecturas talmúdicas de Emmanuel Levinas.
Puede que necesitemos un pequeño rodeo para alcanzar el lugar al que quiero llevarles. Espero que tengan paciencia para acompañarme en este paseo. Empecemos dando contexto: en la cuarta y última lectura, Levinas comenta un pasaje del Talmud en el que se justifica la composición y funcionamiento del Sanedrín (tribunal judío) de una manera tan extraña como hermosa: recurriendo a una cita del Cantar de los Cantares:
«Tu ombligo es como una copa redonda llena de un brebaje perfumado; tu cuerpo es como un montón de trigo cercado de rosas» (Cant 7,3).
¡Qué bella imagen la de la cerca de rosas! Levinas nos dice que, en su opinión, lo que sugiere el talmudista es que una cerca de rosas nos separa de la impureza. Es una cerca sutil, fácil de traspasar. Y, al mismo tiempo, seductora: la mano tiende a la rosa, la cerca de rosas nos tienta a transgredir su frontera. Con su hermosura, su delicadeza, su aroma, capta nuestra atención como no lo haría un muro de hormigón o la ausencia de frontera física. ¿Será que nos promete una inmensa rosaleda más allá del límite que señala?
Parece que algo similar se pone en juego en esa necesidad de viajar más lejos, más exótico, más tiempo, de acumular destinos en una enumeración cuanto más extensa mejor. Parece que se nos invita a pisotear nuestra cerca de rosas para traspasarla una y otra vez, sin atender ni a las rosas que la componen ni a lo que contiene. ¿Es posible que el territorio que hemos de conquistar a través de nuestros viajes no esté fuera de la cerca, sino dentro? ¿Ese que damos por supuesto, pero que nos han arrebatado con tantas imposiciones de inmediatez, acumulación y consumo compulsivo de experiencias? En palabras de Amós Oz en Una historia de amor y oscuridad: «El único viaje del que no se vuelve con las manos vacías es el interior».
Cuando viajamos generalmente lo hacemos rápido, como cuando nos desplazamos a nuestros puestos de trabajo: tanto en un entorno como en el otro hay mucho que hacer, muchos objetivos que cumplir. No nos paramos a observar qué hay alrededor, nuestra mirada suele inutilizarse fuera del estrechísimo foco que le impone el plan fijado. Nos cuesta buscar la oportunidad de sorprendernos. Y, lo que es más grave, hemos perdido la capacidad de reconocer a los otros como un tú,diferente de nosotros, al que asomarnos y con el que interaccionar de manera genuina.
Al mismo tiempo que pisoteamos nuestras rosas pisoteamos también las de los demás. Nos cuesta tanto sentarnos al borde del camino a admirar el paisaje como apreciar nuestro propio jardín. ¿Quizás se trate de la misma actitud? Todo viaje más allá de la cerca de rosas debería ser un camino de vuelta, de reconocimiento y autoconocimiento. De vernos reflejados en el otro.
Nos recuerda Levinas: «Tú eres un yo. Desde luego. Comienzo, libertad; desde luego. Pero, siendo libre, tú no eres comienzo absoluto. Vienes después de muchas cosas y de muchas personas. No eres sólo libre: eres solidario más allá de tu libertad. Eres responsable por todos. Tu libertad es también fraternidad».
Luce Irigaray va un paso más allá, subrayando la importancia de mantener el misterio del tú. La subjetividad hegemónica del sujeto-objeto se nos impone y nos violenta. Todo se entiende desde la lógica de la posesión, ya sea en el conocimiento, en la relación con la naturaleza o con otros seres humanos. Y en esa lógica no cabe un tú como sujeto. En todo caso, cabe un nosotros, que no es otra cosa que un yo que ha asimilado al tú, reduciéndolo a mero objeto (de conocimiento o relación), obviando el misterio de la distancia y la diferencia.
¿Hemos olvidado que existen muchas realidades más allá de nuestra cerca de rosas que no son simples objetos? Sucumbimos a la ilusión ilustrada y neoliberal de que yo (el sujeto del conocimiento, el consumidor) estoy por encima de todo, de que mi libertad es absoluta y me permite traspasar cualquier cerca de rosas, propia o ajena, sin preocuparme de dónde planto el pie. Sucumbimos a la dictadura epistemológica del sujeto sobre otras realidades. Nos olvidamos de lo que somos, de la humanidad propia y de la de los demás, del valor de lo local y de lo exótico, de la otredad de la naturaleza. Nos hemos olvidado de que somos una hebra, única e irrepetible, es cierto, pero que no sería nada si no estuviera imbricada en un tapiz tejido con multitud de hilos.
Licenciada en Filosofía y en Filología Hebrea por la UCM