Hay que remontarse a la guerra fría para encontrar un conflicto como el que libran en Ucrania Rusia y Estados Unidos, que esta vez cuenta con el apoyo de los países europeos integrados en la OTAN. El Observatorio de Política Exterior (OPEX) de la Fundación Alternativas y su analista, José Enrique de Ayala, hacen una detallada aproximación al contexto geopolítico de esta crisis en ‘La Administración Biden: impacto en la defensa y seguridad de Europa’. El informe trata de analizar la estabilidad política de la Administración Biden, sus líneas de acción en política internacional, la situación de la relación trasatlántica, las posibilidades de desarrollar la autonomía estratégica europea, y en qué forma la política actual de Estados Unidos puede favorecer el progresivo establecimiento de una nueva arquitectura de seguridad europea en la que la UE tenga un papel protagonista, concluyendo cuál podría ser la línea de acción que debería adoptar la Unión durante los próximos años teniendo en cuenta las intenciones del Gobierno norteamericano y la posibilidad de un nuevo cambio político en Washington a medio plazo. A continuación, reproducimos un resumen del documento y sus conclusiones.
En las tres últimas décadas, el escenario geopolítico mundial ha sufrido cambios drásticos: desde la disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética (1991) –que dejó a Estados Unidos (EEUU) como única potencia hegemónica–, pasando por los atentados yihadistas en Nueva York y Washington (2001) –que mostraron su vulnerabilidad y dieron lugar a la guerra contra el terror, incluyendo las invasiones de Afganistán e Irak–, hasta el imparable ascenso de China para situarse en un lugar preponderante entre las naciones, que le permite disputar la hegemonía comercial, industrial y tecnológica al líder mundial.
Durante todo ese tiempo, la Unión Europea (UE) ha sufrido también importantes cambios. En 1991 tenía 12 Estados miembros y ahora tiene 27, después de que en febrero de 2020 el Reino Unido se separara de la Unión. La ampliación cuantitativamente más importante tuvo lugar en 2004 e incluyó a varios países del centro y este de Europa, que antes habían sido parte del Pacto de Varsovia o incluso integrantes de la Unión Soviética (URSS), como los Estados bálticos, llevando a la UE a tener frontera directa con Rusia, un país que comenzó un proceso paulatino de recuperación económica y política a partir de la llegada al poder de Vladimir Putin en el año 2000.
La OTAN sigue siendo garantía de seguridad en la mayoría de miembros de la UE, que no tienen alternativa por el momento
En su inmediata vecindad, la UE ha asistido con cierta impotencia a las guerras de Yugoslavia (1991-2001), que solo pudieron ser resueltas con el apoyo de EEUU, y al conflicto de Ucrania, que se saldó en 2014 con la anexión de Crimea y Sebastopol por Rusia, y la secesión de facto de algunas regiones del este del país.
No obstante, en esas tres décadas, y en realidad desde los años 50 del pasado siglo, la arquitectura de seguridad europea ha cambiado poco. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que garantiza la seguridad colectiva de sus miembros desde la firma del tratado en abril de 1949, sigue ejerciendo ese rol, aunque su territorio se ha ampliado, incluso más que el de la UE (Albania, Montenegro, Macedonia del Norte).
En 1991 tenía 16 miembros y ahora tiene 30, de los cuales 21 son también miembros de la UE. La OTAN se creó para defender a las democracias liberales de Europa occidental de la amenaza existencial que suponía, después de la Segunda Guerra Mundial, el expansionismo de la Unión Soviética, y una vez desaparecida ésta ha tenido que reformularse en términos políticos y ampliar su campo de acción a misiones fuera del área cubierta por el artículo 6 del tratado.
En los últimos años, la deriva de Rusia hacia una política internacional más intervencionista en su entorno geográfico inmediato (Georgia, Ucrania) ha suscitado la creciente inquietud de algunos países europeos como los Estados bálticos, que fueron miembros de la URSS –especialmente Estonia y Letonia que tienen frontera con Rusia e importantes minorías rusas en su territorio– o Polonia, por sus experiencias históricas, que creen que solo la OTAN –sobre todo EEUU– es capaz de disuadir a Rusia de cualquier actitud ofensiva o disruptiva hacia ellos.
La UE, sin alternativa

Por su parte, la UE nunca ha desarrollado la posibilidad que instituyó el Tratado de Maastricht de definir una política de defensa común que podría conducir, por unanimidad, a una defensa común. La Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD), puesta en marcha oficialmente en el año 2000 por el Tratado de Niza como continuación de la extinta Unión Europea Occidental, limita sus objetivos al desarrollo de capacidades civiles y militares de gestión de crisis para el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el fortalecimiento de la seguridad internacional, sin poner en cuestión la responsabilidad única de la defensa colectiva por parte de la OTAN, a pesar de que actualmente hay seis Estados miembros de la UE que no forman parte de la Alianza Atlántica y por tanto no están cubiertos por ella. El Tratado de Lisboa incluyó una cláusula de defensa mutua (artículo 42.7 de la versión consolidada del tratado de la Unión Europea), con una formulación muy similar a la del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, pero no se ha desarrollado la organización político-militar que debería garantizarlo, a diferencia de lo que sí se hizo con la OTAN.
Es evidente que, en estas circunstancias, la Alianza Atlántica sigue siendo un factor de estabilidad y una garantía de seguridad para la mayoría de sus miembros europeos, que no tienen alternativa por el momento, mientras que para EEUU sigue siendo un vector más de su política exterior y de seguridad, que le permite además ejercer una influencia política –e incluso económica– decisiva sobre Europa.
EEUU es el líder indiscutible y único en la Alianza Atlántica. Decide lo que hacer, cómo y cuándo
La estructura interna de la OTAN, al más alto nivel, es prácticamente la misma que se instituyó en su creación, cuando las circunstancias en Europa eran muy diferentes de las actuales, y la UE no existía. EEUU es el líder indiscutible y único, entre otras cosas porque su presupuesto de defensa supera ampliamente el doble del conjunto de los otros 29 aliados, y es, por ende, el mayor contribuyente económico y militar.
Por eso, Washington decide lo que hacer, cómo y cuándo, tal como se ha demostrado en la retirada de Afganistán, y el resto de los aliados sigue sus decisiones tanto si les gusta como si no. Una adaptación de la OTAN al escenario geopolítico actual debería incluir necesariamente a la UE como un actor estratégico con personalidad propia y en igualdad de condiciones, en lugar de sus Estados miembros, pero no parece que hoy por hoy la Alianza Atlántica vaya a abordar una transformación política de esa envergadura.
Trump, factor distorsionador
La relación trasatlántica es en todo caso buena para ambas partes, porque está basada en intereses y valores comunes muy profundos y se mantendrá, en su formulación actual o en otra futura que, como preconizamos, dé un papel más activo a la UE. Pero esta relación, por muy sólida que sea, puede tener y tiene mejores y peores momentos dependiendo de la posición de quien ocupe el poder en una u otra parte, y de sus prioridades políticas. Entre 2016 y 2020, durante la presidencia de Donald Trump, vivió probablemente su peor momento desde que existe la OTAN.
La política de la Administración Trump era decididamente partidaria del unilateralismo y de atender solo y exclusivamente a los intereses de EEUU por encima de cualquier alianza o compromiso previo, fueran estos con organizaciones internacionales (Organización Mundial de Comercio, Organización Mundial de la Salud), acuerdos globales (Acuerdo de París sobre el cambio climático, suscrito por la anterior Administración en 2016) o alianzas defensivas como la OTAN.

Además de mostrarse abiertamente hostil a la UE –apoyando el brexit y cualquier otra iniciativa o partido político contario al proyecto comunitario–,Trump tomó, sin el consenso de sus aliados, decisiones que ponían en riesgo la seguridad europea, como el abandono del acuerdo firmado en 2015 por los miembros del Consejo de Seguridad, Alemania y la UE, con Irán (Joint Comprehensive Plan of Action), para la paralización de su programa nuclear a cambio de un levantamiento progresivo de sanciones, mejorable por supuesto, pero que estaba funcionando de forma aceptable, o la retirada del tratado para la eliminación de misiles nucleares de medio y corto alcance (INF), firmado por EEUU y la URSS en 1987, que fue decidida unilateralmente por Washington, aunque luego consiguiera fácilmente en la OTAN el respaldo de los países europeos, que son en realidad los únicos afectados por esta clase de armas, dado su alcance.
Más grave aún, el anterior presidente de EEUU llegó a poner en cuestión el cumplimiento por parte de la potencia americana del artículo 5 del tratado de Washington, piedra angular de la Alianza, condicionándolo a que los aliados hicieran un mayor esfuerzo económico que debería traducirse –por supuesto– en la compra de equipos militares norteamericanos. Un artículo cuya activación solo ha sido reclamada una vez, precisamente por EEUU, a raíz de los atentados del 11S.
Más que reforzar a Europa, EE UU va a tratar de buscar el respaldo y apoyo incondicional de la UE en su pugna con China
Esta actitud, junto con otros problemas, como la política unilateral de Turquía, hicieron dudar de la viabilidad futura de la Alianza a algunos analistas a ambos lados del Atlántico, incluso a algunos dirigentes políticos europeos como el presidente de Francia, Emmanuel Macron, que llego a declarar a la OTAN en “muerte cerebral”. No obstante, era y es evidente que no hay alternativa, ni la habrá hasta que la UE consiga desarrollar su autonomía estratégica en el ámbito militar.
En todo caso, el daño que la política de la Administración Trump ha hecho a la confianza mutua entre la UE y EEUU es considerable, y probablemente tendrá efectos a largo plazo, sea cual sea la posición de sus sucesores. Los europeos se han dado cuenta de que puede no ser tan buena idea dejar su seguridad en manos de instancias de poder que no controlan y cuya fiabilidad puede ser eventualmente dudosa, dependiendo de las circunstancias y los intereses.
Y llegó Biden
No es de extrañar que, después de ese período de incertidumbre, la victoria de Joe Biden en la elección presidencial de noviembre de 2020 fuera acogida con júbilo en la mayoría de las capitales europeas –tal vez no tanto en las menos europeístas– y por la mayoría de la población de este lado del Atlántico.
Después de la angustia de las primeras semanas por la resistencia de Trump a aceptar el resultado, la inauguración presidencial se completó sin sobresaltos y la nueva Administración empezó a trabajar bajo el lema “América ha vuelto”, es decir, con la intención de regresar al multilateralismo y al liderazgo de EEUU en el escenario global como miembro esencial de las instituciones internacionales, como parte de acuerdos previos o futuros –sobre el clima, en la renegociación con Irán, o con la prórroga del tratado START III sobre armas nucleares estratégicas– , y como líder de la Alianza Atlántica, que Biden considera, en sus propias palabras, “esencial para la seguridad nacional de EEUU y para proteger la democracia liberal en todo el mundo”.
Sin embargo, más allá de un clima de mayor entendimiento y cordialidad, y de una indudable predisposición al diálogo, la Administración Biden va a tratar ante todo de preservar –lógicamente– los intereses de EEUU, que son permanentes, más allá de los matices o la forma de abordarlos que pueda tener una u otra Administración.
En las tres últimas décadas, Europa ha dejado de ser una prioridad para EEUU y esto no va a cambiar, aunque Washington haga bandera de la contención de la agresividad rusa, más para contentar a algunos de sus aliados europeos que porque considere que Moscú puede representar una amenaza real para la UE.
La prioridad de EEUU está, desde hace ya muchos años, en el área Asia-Pacífico, ampliada ahora al Indo-Pacífico, y su principal objetivo estratégico es la contención de China, su único rival global. Por ello, más que reforzar a Europa, la Administración Biden va a tratar de buscar el respaldo y apoyo incondicional de la UE en su pugna con China, lo que le daría una ventaja decisiva, al menos durante unos años.
La UE haría bien en disminuir su dependencia de EEUU en el campo de la seguridad aprovechando los vientos favorables
Otra cosa es que ese planteamiento le interese a la UE, que no percibe ninguna amenaza directa por parte de China y tiene fuertes intereses comerciales con ella. Pero tal vez este alejamiento del foco de atención de Washington hacia Asia sirva para que la UE avance de una vez por todas en el camino de la tan mentada y poco concretada autonomía estratégica, que le permitiría tener una voz propia en el escenario global, sin perjuicio de mantener la alianza atlántica, beneficiosa, sin duda, para ambas partes.
Finalmente, conviene considerar que la Administración Biden se enfrenta a dificultades internas considerables, tanto por la grave polarización política en EEUU, como por las divisiones internas en el seno del Partido Demócrata. La consecuencia es que, en las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2022, puede perder la mayoría en una o ambas cámaras con la consiguiente debilidad para aplicar políticas que no estén consensuadas con el Partido Republicano, y lo que es peor, Trump puede volver a la presidencia en 2025, o alguien con ideas muy similares.
La UE haría bien, por tanto, en considerar todas las alternativas posibles para disminuir su dependencia de EEUU, también en el campo de la seguridad, y ponerlas en práctica antes de que sea demasiado tarde, aprovechando los vientos favorables que soplan de Washington.
Nuevas relaciones
La llegada a la presidencia de Joe Biden ha propiciado una vuelta de EEUU al multilateralismo y a asumir su liderazgo en los acuerdos y organizaciones internacionales, también en sus alianzas tradicionales, entre las cuales destaca sin duda la OTAN. La relación de EEUU con Europa, que había resultado muy dañada durante la presidencia de Donald Trump, se restablece sobre bases de nuevo sólidas y convenientes para ambas partes.
El propio Biden ha hecho de embajador de ese entendimiento en sus dos viajes a Europa, en los que ha expresado la importancia que concede a la relación trasatlántica, además de dar pasos muy importantes para el entendimiento como la vuelta al tratado de París sobre el cambio climático.
No obstante, si se analizan en profundidad, las líneas maestras de la estrategia exterior y de seguridad de la Administración Biden no son muy diferentes de las de su predecesora, con ese foco de interés en el área Indo-Pacífico y la confrontación con China, mientras que Europa pasa inevitablemente a un segundo plano en la lista de prioridades, y su principal interés pasa a consistir en el apoyo que puede prestar a EEUU en la pugna con el gigante asiático. Los europeos son objeto de elogios y buenas palabras, pero cuando se trata de tomar decisiones que afectan directamente a los intereses de EEUU –sea la retirada de Afganistán o la creación de nuevas alianzas como AUKUS– ni siquiera se les consulta.

La OTAN, por su parte, prosigue imperturbable su renovación hacia objetivos de carácter global, que no están contemplados en el Tratado de Washington, y en Europa, en lugar de servir de catalizador de la estabilidad, la paz y la concordia del continente, es parte actuante, incluso impulsora, en el creciente clima de tensión que se vive con Rusia, mientras ignora en buena medida las iniciativas europeas en pos de una política común de seguridad y defensa más robusta y más autónoma.
Todas estas circunstancias han hecho a los líderes de la UE plantearse la elaboración y la adopción (posiblemente en marzo) de una brújula o compás estratégico que desarrolle el concepto de autonomía contemplado en la estrategia global de 2016 y dote a la Unión de los instrumentos necesarios para poder ejercer como potencia global en aquellos escenarios en los que sea preciso, con las limitaciones que los Estados miembros asuman. Un esquema en el que la Alianza Atlántica se mantendría, naturalmente, como el instrumento principal de la seguridad de ambas orillas del Atlántico, pero en el que ya no sería la única opción para la UE como no lo es para EEUU.
La Administración Biden podría no oponerse a este planteamiento, que la liberaría de parte de sus compromisos en Europa, siempre que se respetara la primacía de la OTAN. El problema vendrá, primero, de llegar a un consenso en el seno de la UE sobre el contenido de la brújula estratégica y el alcance que se quiere dar a la autonomía europea. Y, después, en la imprescindible coordinación de la brújula estratégica con el nuevo concepto estratégico de la OTAN que debe aprobarse en la cumbre de Madrid, en junio, y que, por lo visto hasta ahora, va por otros derroteros.
Lo mejor sería que los 21 Estados miembros de la UE que forman parte de la Alianza Atlántica, y que son una mayoría de los aliados, llegaran a la cumbre de la OTAN en junio con la brújula estratégica de la UE consensuada y aprobada por unanimidad, lo que les daría fuerza para negociar una posición común. El nuevo concepto estratégico de la OTAN debería entonces reconocer a la brújula estratégica como parte del acervo común de la Alianza y aceptar sus postulados, incluido el grado de autonomía estratégica y las posibles iniciativas en el camino de una defensa común europea que hayan asumido los Estados miembros de la Unión. Solo así podrá haber una cooperación leal entre ambas organizaciones en favor de la seguridad y defensa comunes.
La OTAN, en lugar de servir de catalizador de la estabilidad del continente, es actuante e impulsora de la tensión con Rusia
Por su parte, los aliados europeos deberían aceptar los postulados que contenga el concepto estratégico de la OTAN, pero eso no significa asumir por entero los planteamientos iniciales propuestos por el secretario general o sus redactores, sino someterlos a una discusión franca y productiva para adoptar finalmente el consenso que se alcance entre todos, del mismo modo que se está haciendo para aprobar la brújula estratégica. Un acatamiento acrítico, como el que ha habido en otras ocasiones, no sería acertado ni positivo para Europa.
Los países europeos miembros de ambas organizaciones no pueden asumir sin más que se involucre a la OTAN en la pugna de EEUU con China, que tiene un carácter geopolítico, pero también otro –tal vez más importante– de carácter tecnológico y comercial, que afecta principalmente a ambos países. Ni el Tratado de Washington, ni los objetivos para los que se creó la Alianza Atlántica, ni su zona de acción –que está bien definida– avalan su alineación en una confrontación que difícilmente se puede considerar una amenaza para el área del Atlántico norte.
Las consultas entre aliados son siempre bienvenidas –aunque EEUU no siempre las ha propiciado en el pasado– pero ir más lejos podría perjudicar a las importantes relaciones comerciales de muchos países europeos con China, y por tanto no sería deseable. A no ser, claro, que la UE encontrara compensaciones suficientes en otros aspectos de la relación mutua.
El caso ruso y otros conflictos

En lo que respecta a Rusia, y el vecindario geográfico que comparte con la UE, es decir, los países que forman la llamada Asociación Oriental, será necesario llegar a un consenso entre los miembros europeos de la OTAN, ya que entre ellos hay percepciones muy diferentes. Este consenso podría basarse en una combinación de firmeza y diálogo. Nadie se opondrá a las sanciones económicas y políticas que sean necesarias para evitar que Rusia agreda, directa o indirectamente, a los países de su entorno, pero nadie querrá tampoco escalar la tensión hasta el punto de que se produzca un enfrentamiento armado en Europa de consecuencias impredecibles.
En esta línea, los aliados europeos deberían oponerse a un proceso de integración de Ucrania y Georgia en la OTAN que sería considerado extremadamente hostil por Rusia, y no aportaría más seguridad al continente, ni siquiera a los países concernidos, que seguramente querrían emplear las fuerzas aliadas para recuperar sus territorios secesionistas, recrudeciendo los respectivos conflictos. La estabilidad y la paz del continente, que sin duda conviene a todos, solo se logrará a medio y largo plazo cuando se integre a Rusia en un acuerdo amplio que contemple aspectos económicos, políticos y de seguridad, en el que todos, incluidos los países del vecindario compartido, se sientan suficientemente compensados y seguros.
Los aliados europeos deberían intentar que la OTAN pusiera más énfasis en las zonas de inestabilidad
Además, los aliados europeos deberían intentar que la OTAN pusiera más énfasis en las zonas de inestabilidad, que –además del este del continente– les preocupan: el Mediterráneo, Libia, el Sahel… No hay ninguna razón objetiva para que la OTAN se haya desplegado en Afganistán y no pueda hacerlo en Mali o en Chad, que están mucho más cerca de la región del Atlántico norte y representan también un riesgo para muchos aliados en términos de terrorismo o de tráficos ilegales, al menos mientras la UE no tenga fuerza suficiente para hacerlo por sí misma.
Si hay una ocasión para que la UE haga valer sus planteamientos y emprenda el arduo camino que ha de llevarla a la autonomía estratégica y a convertirse en un actor global independiente, en favor de la seguridad de sus ciudadanos y de la paz en su vecindario y en todo el mundo, es en este momento, cuando la Administración Biden parece tener una cierta predisposición a aceptar los planteamientos europeos, siempre que se sienta respaldada en sus intereses nacionales.
Conviene tener en cuenta que dentro de tres años las cosas podrían volver a cambiar mucho en Washington y la UE podría verse en la misma situación de orfandad e impotencia en la que se encontró durante la presidencia de Trump, sin estar preparada para ello. Ahora, los europeos pueden preparar el futuro con cierta tranquilidad. Y, vista la incertidumbre geopolítica, harían muy bien en no desaprovechar esta oportunidad.