
Bruno Estrada
Al hilo del debate público sobre los contenidos concretos de la reforma laboral que va a afrontar el Gobierno en las próximas semanas, ha surgido con fuerza el concepto de modernización de las relaciones laborales, que en algunos casos se ha querido contraponer a dicha reforma laboral.
Al enmarcar el debate sobre la legislación laboral identificando modernización con desregulación lo que se hace es presentarlo desde un fuerte sesgo ideológico neoliberal.

Si avanzar hacia una mayor igualdad social es un signo de modernización de un país, unas relaciones laborales que se consideren modernas deben buscar, en primer lugar, un mayor equilibrio de negociación entre empresarios y sindicatos en el conjunto de la actividad económica, no solo en las grandes empresas
Lo moderno no es lo inmediatamente novedoso, que puede ser fruto de una correlación de fuerzas concreta de un momento determinado. No, lo moderno es lo que es más democrático, ya que la idea de modernidad está profundamente vinculada a la mayor implicación de todos los ciudadanos en el devenir de su sociedad, también en la empresa. Por tanto, unas relaciones laborales modernas serán las que sean más democráticas.
En este sentido, en primer lugar, hay que recordar que la reforma laboral aprobada por el Gobierno del Partido Popular en 2012 fue profundamente reaccionaria, incluso por la forma como se aprobó.
Fue una reforma laboral impuesta por el Gobierno que ignoró los procesos de diálogo social que durante más de cuatro décadas habían sido la seña de identidad de todas las modificaciones de nuestro sistema de relaciones laborales desde antes de la aprobación de la Constitución. El Gobierno de M. Rajoy incluso se permitió despreciar el II Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, que habían alcanzado a principios de 2012 CCOO, UGT, CEOE y CEPYME, apenas dos semanas antes de la aprobación de la reforma.
Con ese acto político se impugnó todo el proceso de concertación social que había sido uno de los pilares de nuestro proceso de transición política, con sus luces y sus sombras, desde los tiempos de Pactos de la Moncloa de 1977.
En segundo lugar, fue arbitraria y retrógrada por sus contenidos, ya que la reforma tenía como principal objetivo reforzar el poder autoritario del empresario y debilitar, por tanto, los mecanismos, usos y prácticas de la negociación colectiva que mediante un equilibrio de poder entre empresario y sindicatos permiten una cierta democratización de las decisiones que se toman en la empresa. El objetivo explicito era reducir los salarios de muchas actividades productivas, algo diametralmente opuesto a lo que debe ser la apuesta de una economía moderna, esto es: incrementar la productividad de las empresas a partir de la mejora de la capacidad de crear valor de los productos y servicios que ofrecen.
Cada vez más economistas, y ya van varios premios Nobel en este grupo cada vez más numeroso, reconocen que en los países desarrollados se ha logrado un mayor crecimiento económico en aquellas épocas donde el poder de negociación de los trabajadores fue mayor, donde la riqueza se distribuyó de forma más equitativa y los salarios tuvieron un mayor peso en la economía. Ya que, como consecuencia de todo ello, se registró un mayor incremento de la reinversión productiva de los beneficios y, por tanto, se creó más empleo y de más calidad.
Resulta indudable, por tanto, que un crecimiento económico inclusivo, repartido más igualitariamente entre trabajo y capital, tiene mayores efectos positivos en la creación de empleo, debido a que la mayor propensión marginal al consumo de los salarios más bajos hace que el incremento de estos se transforme inmediatamente en demanda. Y para que eso suceda es imprescindible que haya unos sindicatos fuertes con un elevado poder de negociación.
Los datos de 2021 para nuestro país están mostrando una fuerte recuperación del empleo, lo que pone en valor la utilidad de un mecanismo tan potente de protección social frente a crisis económicas coyunturales como han sido los Expediente de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) que llegó a proteger a 3,4 millones de trabajadores, algo nunca visto en nuestro país. Mecanismo que, no olvidemos, fue fruto del acuerdo entre sindicatos, empresarios y gobierno.
A diferencia de crisis anteriores, en las cuales el principal mecanismo de ajuste ha sido el despido de miles de trabajadores, mayoritariamente precarios, la generalización de los ERTE ha permitido que no se empobreciera a millones de trabajadores y, por tanto, que la caída de la demanda agregada haya sido mucho menor que en otras crisis, y con una duración mucho más limitada en el tiempo.
Resulta evidente que si avanzar hacia una mayor igualdad social es un signo de modernización de un país, unas relaciones laborales que se consideren modernas deben buscar, en primer lugar, un mayor equilibrio de negociación entre empresarios y sindicatos en el conjunto de la actividad económica, no sólo en las grandes empresas.
Precarizar el empleo y restar poder de negociación a los trabajadores es claramente un retroceso civilizatorio, lo que puede tener graves consecuencias en términos de incrementar el conflicto social, algo que no es nada bueno para España como bien sabemos por nuestra propia historia.
Economista, adjunto a la Secretaría General de CC OO. Es director adjunto del Programa Modular de Relaciones Laborales de la UNED. Vicepresidente de la Plataforma por la Democracia Económica. Fue miembro fundador de Economistas Frente a la Crisis. Ha publicado diversos libros, los más recientes ‘Conciencia de clase. Historias de las comisiones obreras’ (et alt.),’20 razones para que no te roben la historia de España’, ‘La Revolución Tranquila’. Autor de la obra de teatro ‘Escuela Rota’.