La Fundación Alternativas ha presentado su ‘Informe sobre sostenibilidad en España 2021’, en el que analiza cómo alcanzar una transición medioambiental que reduzca las emisiones de carbono y apueste, al mismo tiempo, por el trabajo de calidad y combata la desigualdad. El Siglo reproduce a continuación un fragmento, englobado en el epígrafe titulado ‘La reindustrialización como elemento de competitividad’, elaborado por el exdiputado de ICV, Joan Herrera. En él, Herrera apuesta por la necesaria transición de una economía de servicios a una resiliente. Entre otras cosas, abaratando la factura de la luz con un nuevo sistema de fijación de precios que no penalice a las más baratas, las renovables, como sucede actualmente.
En este escenario, en el que nuestra economía ha ido basculando cada vez más hacia un modelo basado en los servicios y en el que el turismo ocupa un papel central, debemos interrogarnos sobre qué elementos son los centrales para el proceso de transformación productiva. Es fácil coincidir en la necesidad de cambiar el funcionamiento de nuestra economía, haciendo que el sector servicios ocupe menos peso relativo, a favor de sectores con mayor valor añadido y no tan sometidos a tantas incertidumbres. El cambio en el modelo productivo debe bascular hacia aquello que ofrece más oportunidades y que a la vez permite encarar las principales debilidades de nuestra economía.
Con una simple lectura de nuestra balanza comercial y con una simple comparativa con los países de nuestro entorno podemos ver que España destaca por su fuerte dependencia energética del exterior, en más de un 74 %, sin contar el uranio que hace funcionar nuestras centrales nucleares. Ese alto porcentaje se enmarca en un contexto en el que nuestro modelo energético, el modelo de movilidad, los consumos térmicos e incluso el consumo eléctrico, se ha basado en la quema de combustibles fósiles. Y si bien se ubica en el marco de fuerte dependencia energética de toda la UE (más del 54 %) va mucho más allá de dicha dependencia, ya de por sí muy alta en términos comparativos con otros continentes o con los principales motores económicos del planeta (solo tiene parangón con el escenario energético japonés).
“España debería constituirse como un hub fotovoltaico, al contar tanto con desarrolladoras y constructoras con presencia internacional como con fabricantes clave”
En este marco cabe destacar el cambio de paradigma. Hoy, el kilovatio hora (kWh) más barato es el de origen renovable. La evolución de precios en generación renovable, en eólica y principalmente en fotovoltaica, ha superado la grid parity —en la que un kilovatio hora costaba lo mismo en producción renovable que en la quema de combustibles fósiles. Este hecho, sumado a que España es un país pobre de solemnidad en combustibles fósiles, pero rico en sol, viento y territorio, hace que el escenario de transición energética aparezca como uno de los elementos centrales en el proceso de reindustrialización y de cambio del modelo productivo.
A ello se suma el escenario de fuerte liquidez de los mercados financieros, donde la nueva capacidad renovable será uno de los principales vehículos de inversión a nivel mundial en lo que se conoce como “economía real”. De hecho, según BNEF (Bloomberg New Energy Finance), la inversión en solar y eólica en las próximas décadas será la práctica totalidad de la inversión en los sistemas eléctricos de todo el mundo. Y España puede ser unos de los países que recoja parte de esta inversión.
En torno a las estrategias industriales asociadas a la transición energética hay que tener en cuenta la previsión de instalación de mucha potencia de origen renovable. Especialmente aquella de origen fotovoltaico y eólico, así como la necesidad de complementar dichas medidas con un fuerte desarrollo de nuevas estrategias de almacenamiento.
Basta atender a los datos de la instalación prevista en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) aprobado por el Gobierno para ver el extraordinario desarrollo en la instalación de origen renovable, que llega a alcanzar una instalación superior a los 90 GWp (gigavatio/pico).
Dicha cantidad supone sin lugar a dudas una inmensa tarea en instalación que además debería ir acompañada de varias medidas paralelas. En primer lugar, la necesidad de desarrollar políticas industriales vinculadas a la instalación; la segunda orientación se debería basar en la necesidad de conseguir aquello que consiguen las renovables, energía más barata, y, en tercer lugar, desarrollar una acelerada electrificación de todos aquellos consumos energéticos electrificables.
Del milagro fotovoltaico a la necesidad de desarrollo industrial
De todos es sabido que el “milagro” fotovoltaico tiene su origen en el rol activo de las Administraciones. Su origen se remonta a la carrera espacial, con costes muy altos, pero las características de la tecnología le permitían cumplir con los requisitos de este tipo de aplicaciones: fiabilidad, funcionamiento autónomo y escalabilidad. Pero es a partir de la década de 1970 cuando las consecuencias de la crisis del petróleo impulsaron una mayor investigación y desarrollo en energías renovables. De acuerdo con las cifras contempladas en el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), se deberán instalar unos 30 GW de fotovoltaica hasta 2030. En términos económicos, esta nueva capacidad supondrá una inversión del orden de 20 000 millones de euros. El sector fotovoltaico en su conjunto (fabricación, ingeniería, construcción, mantenimiento, etc.) tiene un considerable impacto en la economía nacional, con una contribución al PIB de más de 5000 millones de euros en 2018, cuando el sector tenía una actividad moderada comparada con 2019, 2020 o 2021. Además, esta actividad económica deja una considerable huella de empleo. En 2018 se estimaron más de 29 000 trabajadores, según acredita la Unión Española Fotovoltaica (UNEF).
En 2019, esta cifra se habrá incrementado sensiblemente con el importante desarrollo que tuvo el sector, tanto en plantas en suelo como en autoconsumo, por todo el país, incluyendo zonas de la España vaciada. Empleando datos de IRENA (Agencia Internacional de las Energías Renovables), en el inicio de la crisis de la covid-19, el sector fotovoltaico daba empleo entre directo, indirecto e inducido a alrededor de 60 000 personas. En los próximos años, estas cifras podrían aumentar.
Pero a estos datos hay que sumarles la necesidad de dar respuesta a lo que ha evidenciado la crisis de la covid-19: la vulnerabilidad de las cadenas de suministro internacionales y la necesidad de reforzar la industria nacional. Como apuntaba la comisaria europea de Energía, Kadri Simson, en abril de 2020, la crisis de la covid-19 debe hacer más prioritaria aún la apuesta de Europa por el liderazgo mundial en las tecnologías limpias. En esto, España tiene una gran ventaja competitiva respecto a los países de nuestro entorno: un mejor recurso solar y territorio disponible para desarrollarlo.
En este contexto, en España existen empresas con tecnología propia en los elementos con mayor valor añadido de la cadena de valor de un proyecto fotovoltaico: electrónica de potencia, seguidores, estructuras, diseño, epecistas, promotores. Entre los diez mayores fabricantes a nivel mundial de seguidores solares hay cinco empresas que fabrican en España. Esta situación se repite en el top ten de fabricantes de inversores. Pero la cuestión es si podemos ir más allá. Sin lugar a dudas, un problema español y europeo es la producción china de los paneles, sin que haya habido desarrollo de una política industrial propia.
Los fondos NextGeneration son una fantástica oportunidad para condicionar parte de la inversión a procesos de producción propios. Para poder dar la vuelta a este escenario es clave salir del paradigma en el que se ha instalado la política energética en torno a las renovables, con una dinámica que podríamos calificar de acelerónparón-acelerón. Según acreditan diferentes informes de la UNEF, es determinante para que los actores económicos hagan una apuesta por invertir en I+D+i o en capacidad manufacturera que se prevea un mercado estable y predecible. Pero no solo. Hace falta una política industrial activa, que acompañe y cofinancie a aquellas instalaciones que tengan un alto porcentaje de producción hecha en el marco de la UE, acompañada por las disposiciones europeas que internalizan la huella de carbono en dicha producción.
“En 2014, España ocupaba el sexto lugar a nivel mundial en la solicitud de patentes eólicas durante el periodo 1999-2014 y la tercera posición a nivel europeo”
Para aportar esta certidumbre es esencial una visión de medio plazo que asegure que se introducen 2-3 GWp al año de nueva capacidad, sin ir demasiado rápidos ni demasiado lentos, hasta los 39 GWp que marca el PNIEC en 2030 para garantizar el desarrollo de una política industrial acompasada con la generación.
La estrategia deberá tener en cuenta toda la cadena de valor fotovoltaica, desde componentes con mayor capacidad de fabricación nacional (seguidores, inversores, estructuras, etc.) hasta actividades ahora minoritarias (purificación de silicio, reciclaje de módulos). Se tratará de buscar la movilización de la inversión privada (respetando la libre competencia) y emplear la digitalización como transformación necesaria.
Si las previsiones de los distintos actores internacionales muestran que el mercado de la energía fotovoltaica está en plena expansión en todo el mundo, España debería aprovechar esta situación y constituirse como un hub fotovoltaico, al contar tanto con desarrolladoras y constructoras con presencia internacional como con fabricantes clave en la cadena de valor.
La apuesta eólica
El otro gran sector en generación es el eólico. Hoy, sin apoyo en los últimos años, España se ha convertido en el cuarto país exportador de aerogeneradores (tercero en saldo exportador neto) a nivel mundial, alcanzando en 2017 los 2391 millones de euros anuales. Las empresas españolas tienen una considerable presencia exterior en mercados de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, México, China, Australia, la India, Corea del Sur y el norte de África, entre otros.
En España existen 21 centros de investigación y 9 universidades con actividades en el sector, lo que permite mantener una posición de liderazgo en el I+D+i eólico. Según la Asociación Empresarial Eólica (AEE), España cuenta con 207 centros industriales asociados al sector eólico con capacidad para proporcionar todos los componentes y subsistemas ligados al aerogenerador y los componentes no ligados directamente a los mismos.
Para aportar solo un dato significativo, en 2014, España ocupaba el sexto lugar a nivel mundial en la solicitud de patentes eólicas acumuladas durante el periodo 1999-2014 y la tercera posición a nivel europeo, habiendo presentado 512 patentes en el sector en dicho periodo. Este hecho da una idea del potencial de innovación de España en el sector eólico, ligado al hecho de haber sido uno de los países pioneros en el desarrollo de esta tecnología, así como al crecimiento industrial durante la pasada década. Capítulo aparte merece la offshore o eólica marina. El hecho de que se pueda abrir la posibilidad a eólica marina flotante (en la península ibérica, el hecho de que se hunda de forma abrupta la plataforma continental no permite una eólica anclada) puede hacer de España uno de los espacios de mayor desarrollo de dicha tecnología.
No obstante, el letargo de estos últimos cinco años en cuanto a nueva potencia instalada en España ha provocado que la industria eólica haya tenido que enfocarse totalmente a la exportación. La ausencia de un mercado local, entre otros factores, ha provocado una reducción significativa en el empleo industrial eólico (6321 trabajadores industriales en 2017 frente a los 11 204 que existían en 2008).
Pero la previsión de una fuerte instalación debe permitir relanzar una política industrial vinculada al sector. El sector de la industria eólica tradicionalmente ha tenido una fuerte demanda de personal técnico cualificado para el desarrollo de las diferentes actividades de la cadena de valor, desde la fabricación de componentes y aerogeneradores, hasta la instalación de parques eólicos o las labores de reparación y mantenimiento, sumado a un proceso productivo muy intensivo en mano de obra. Los nuevos cerca de 30 GWp por instalar deben ir acompañados de una estrategia industrial activa.
Una (nueva) estrategia para la obtención de minerales (y una pequeña reflexión sobre el menos consumo)
En este contexto es necesario introducir la necesidad de estrategias de país en la obtención de minerales. El modelo de fuerte desarrollo renovable tiene la ventaja de hacernos no dependientes, o no tan dependientes, de los combustibles fósiles, pero en paralelo necesita de una nueva estrategia para la obtención de minerales, de algunos minerales raros y de conductores.
Hay que partir de la base de que estamos en un mundo finito con bienes materiales finitos. Esto es algo que nuestra economía no ha interiorizado lo suficientemente. Así, llevamos desde el inicio de la Revolución Industrial en un funcionamiento que se basa en un paradigma falso: es la economía cowboy. Un modelo que, en vez de asumir, como referente productivo global, el sistema de la naturaleza, cerrado o circular (que produce-consume reintegra), que no genera residuos y reaprovecha todo en ciclos, instauró uno abierto, lineal e industrial (produce-consume-tira). El economista Victor Lebow lo describió en los siguientes términos en 1955: “Nuestra enorme industria productiva demanda que hagamos del consumo nuestro estilo de vida, que convirtamos comprar y usar bienes en rituales, que busquemos satisfacción espiritual y del ego consumiendo. Necesitamos que las cosas se compren, quemen, gasten, remplacen y sean descartadas en un crecimiento sin límites”.
Últimamente abundan los estudios que apuntan a una conclusión: si se quisiera mantener el actual sistema productivo y de transporte, con el mismo gasto mundial de energía (que en el año 2012 ascendía a unos 158 000 teravatios hora por año), no habría en la corteza terrestre suficientes materiales para construir la inmensa infraestructura de captación de energías renovables —eólica, fotovoltaica u otras.
Es imprescindible, por tanto, definir una estrategia para la obtención de dichos materiales. El mundo generó en 2018 más de 50 millones de toneladas de residuos electrónicos; el equivalente a tirar a la basura 125 000 aviones jumbo o 4500 torres Eiffel y suficientes para cubrir de desperdicios toda la isla de Manhattan. El Banco Mundial ha dado en 2020 cifras de reciclaje poco alentadoras: en los casos de los metales más usados, la tasa de recuperación oscila entre el 20 y el 40 %, grosso modo, y las aleaciones que se utilizan no permiten recuperar los metales raros. Solo una pequeña porción de los restos de computadoras, electrodomésticos, teléfonos, baterías son reciclados correctamente, a pesar de que tienen un alto valor económico y el potencial de crear trabajo. Sin una gestión adecuada, dañan el medio ambiente y la salud humana.
“El problema de fondo [del precio de la luz] está en un modelo en la fijación de precios que es caduco y no tiene sentido en el actual contexto de fuerte penetración de renovables”
Para hacerse una idea, hasta 60 elementos de la tabla periódica pueden ser encontrados en un teléfono inteligente. Muchos de estos metales pueden ser recuperados, reciclados y utilizados como materias primas secundarias para nuevos productos. Existe un gran valor económico en los residuos electrónicos, en particular de materiales como oro, plata, cobre, platino, paladio, entre otros. De acuerdo con la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU), hay cien veces más oro en una tonelada de teléfonos inteligentes que en una tonelada de mineral de oro. Esto quiere decir que los depósitos más ricos de la Tierra se encuentran actualmente en vertederos o en los hogares de las personas.
Si España quiere competir en la generación renovable, debería definir una estrategia, y compartirla en el ámbito de la UE, para garantizar innumerables usos a los minerales utilizados en nuestros procesos industriales.
Es, por tanto, clave una estrategia de reaprovechamiento de los minerales presentes en toda nuestra tecnología. Sin ello, nos podríamos encontrar con un marco de cuello de botella que afectará a todas las economías por igual, pero especialmente a aquellas que quieren hacer del cambio de modelo energético su matriz en el cambio de modelo productivo.
El ejemplo lo tenemos en Suiza. A pesar de ser uno de los mayores productores mundiales de desechos electrónicos, el país recolecta y recicla aproximadamente el 75 % de este material desechado, con 134 kilotoneladas recuperadas en 2015. Cuando se trata específicamente de desechos electrónicos digitales (por ejemplo, teléfonos móviles y otros dispositivos), la tasa de reciclaje en 2018 fue de hasta el 95 %. Esto se debe a un sólido y conveniente sistema voluntario de “devolución”, mediante el cual los consumidores pueden llevar los desechos electrónicos a un punto de recolección de reciclaje exclusivo o a cualquier tienda electrónica que venda el mismo tipo de equipo en todo el país. Mientras que en el marco de la UE existen políticas que podríamos calificar de marginales, en Holanda hay un tratamiento de las escorias que salen de la incineración para el aprovechamiento de las mismas. Pero dicha acción tiene una tasa de reaprovechamiento de los minerales baja. En España, la realidad es que los sistemas integrales de gestión llevan a los operadores a que el aprovechamiento de chips sea enviado en contenedores a la India, China u otros países asiáticos donde el chip es clasificado, sin existir una política activa en el reaprovechamiento de dichos materiales.
Hoy, los problemas con chips y conductores vienen muy asociados a esos cuellos de botella en la extracción de minerales. Cuando queremos fabricar un aerogenerador, levantar una planta fotovoltaica o montar un vehículo eléctrico entra en juego prácticamente toda la tabla periódica.
Si China, en general, controla gran parte de todos estos elementos que van a ser esenciales, y no los controla únicamente porque tenga los yacimientos, sino porque tiene bajo su control los procesos de refinado de estos elementos, la UE y particularmente España deben liderar una política no solo de aprovechamiento de los minerales existentes en nuestra geografía, sino centrada en toda la cadena de extracción de dichos minerales en los productos que entran en desuso.
Una buena política de residuos pasa a ser la mejor base para una buena política industrial. La necesidad de una política estratégica de reaprovechamiento no solo es un elemento de compromiso ambiental, sino, sobre todo, un factor clave de garantía de política industrial.
Los cambios (imprescindibles) en la fijación del precio
El siguiente capítulo que quisiera desarrollar en la estrategia industrial es la imperiosa necesidad de una reforma a fondo en la fijación del precio eléctrico. La fuerte penetración de renovables debe ir acompañada de las reformas necesarias que permitan el abaratamiento del precio de la electricidad. En primer lugar, para hacer de una energía barata un vector de competitividad de la economía española, pero, en segundo lugar, por la intensa necesidad de electrificar consumos vinculados a la movilidad, a los consumos térmicos en el sector doméstico y, hasta allí donde se pueda, a las necesidades energéticas del sector industrial (aunque será difícil sustituir algunos consumos térmicos).
Hoy en España el consumo eléctrico está distribuido en un 31 % a favor del consumidor doméstico, un 47 % a favor de la industria y un 22 % a favor de las pymes. Es, por tanto, clave para el aumento de la competitividad, pero también para conseguir una mayor electrificación de nuestros consumos. Pero lo más relevante es que en nuestro consumo energético, a pesar de la fuerte penetración de renovables en los últimos años, continúa pesando mucho el consumo de carburantes.
En un artículo de Juan Temboury Molina, ingeniero industrial, publicado por Economistas Frente a la Crisis en julio de 2021, se explicaba con un ejemplo muy gráfico que un coche con motor de combustión interna consume en carretera entre 6 y 8 litros a los 100 km; el coche eléctrico, cuatro veces más eficiente, consumiría, con esta suposición, entre 1,5 y 2 litros de gasolina equivalentes. Es decir, cuatro veces menos, y, convirtiéndolo en unidades, nos indicaba que un litro de gasolina tiene 9,2 kWh (el litro de gasóleo, 9,9 kWh), lo que nos conduce a un consumo del coche eléctrico por cada 100 km, redondeando en la multiplicación, de entre 15 y 20 kWh.
En este artículo se concluía que, a pesar de la mayor eficiencia del vehículo eléctrico, la diferencia de precio, en equivalente a kWh, daba un coste a un vehículo eléctrico de entre 4,5 y 6 € por cada 100 km en los puntos de recarga de menor coste y de entre 11 y 15 € en los de mayor coste, mientras que el vehículo de gasolina tenía un coste de entre 8,4 y 11,2 €, a pesar de un mayor consumo en kWh equivalente.
Dicho de otra manera. Las señales de precio deben dar una orientación más clara a favor de la electrificación de los consumos (también en movilidad). Así, la formación del precio del mercado mayorista de electricidad no debería ser ajena al debate, aunque ello suponga la puesta en tela de juicio de principios consagrados en las directivas europeas, pues cada vez es más difícil explicar a personas ajenas al sector que el precio del mercado se establezca como si el 100 % de la producción proviniera de centrales de ciclo combinado de gas.
Un elemento clave para toda política de transformación, y también industrial, es la necesidad de una reforma profunda del sector eléctrico, y concretamente del modelo de fijación de precios. Son muchos los documentos e informes, entre los que destaca el informe de la Fundación Renovables: ¿Qué hacemos con la tarifa eléctrica? Ideas y propuestas para su desarrollo desde el objetivo de la electrificación de la demanda, presentado en febrero de 2021.
Este es un debate que supera el ámbito español. El modelo marginalista en la fijación de precios es un modelo que podía tener alguna lógica cuando el mix eléctrico estaba compuesto por plantas de producción con combustibles fósiles que debían repercutir el precio de dichos combustibles en el precio final. La realidad es que estamos hablando de un mercado mayorista con un método de casación de precios aceptado y usado por la mayoría de los países de la Unión Europea, ratificado por el Reglamento 2015/1222 de la Comisión, con el mismo funcionamiento tanto si el precio es muy bajo como muy alto. Cuando se incorporó dicho modelo para cerrar el precio del mercado diario, la estructura de la oferta tenía una configuración definida por la presencia mayoritaria de una generación basada en combustibles fósiles, es decir, mayor peso de costes variables sujetos a fuertes fluctuaciones en mercados internacionales y con una mayor concentración en los agentes ofertantes. La realidad actual es que, según datos de 2019, el 37 % de la generación eléctrica fue con energías renovables, con costes marginales tendentes a cero, y el 20,9 % con nuclear, por su escasa capacidad de gestionabilidad por condicionantes económicos y, en menor medida, técnicos.
Es cierto que la realidad es que, en los últimos años, la penetración de renovables ha significado una presión a la baja de los precios. Pero la perspectiva de una cada vez mayor penetración de las renovables debe urgir a un cambio en el modelo de fijación de precios. En el momento en el que en el mix eléctrico empiezan a entrar tecnologías cuyo coste marginal es tendente a cero se impone la necesidad de que los mercados sean por tecnologías que compiten entre ellas y no entre tecnologías que nada tienen que ver entre sí.
Paralelamente a esta realidad el precio del mercado mayorista está alcanzando cotas históricas a pesar de una mayor penetración de energía barata y renovable. Así, los mayores costes del gas y el pago por los derechos de emisión tienen un factor arrastre que hace que todas las plantas de generación cobren por el precio con el que entra la última tecnología que accede al pool o mercado. Es impensable que, en 2030, con un 74 % de generación de electricidad renovable a precios marginales cercanos a cero, el sistema de fijación de precios siga siendo el mismo.
Entre las medidas que hoy se discuten en el Congreso está el anteproyecto de ley que evitará que los consumidores paguen cerca de mil millones de más por el CO2 no emitido en las centrales nucleares e hidroeléctricas. Este camino además se ha seguido con el modelo de subastas de renovables. Por ejemplo, en la subasta celebrada en enero de 2021, con la adjudicación de 3034,18 MW de potencia renovable, 2036,26 MW de fotovoltaica y 997,91 MW de eólica, el precio se ha fijado de forma competitiva por las distintas ofertas y supondrá retirar del mercado la casación de una demanda de, aproximadamente, 7,5 TWh (teravatio hora), un 3 % aproximadamente de la demanda anual cuando toda la potencia esté en funcionamiento, con una reducción proporcional del precio. La media proyectada de precio está en 24,47 €/MWh para la fotovoltaica, con una horquilla de entre 14,89 y 28,9 €/MWh, y 25,3 €/ MWh para la eólica, entre 20 y 28,89 €/MWh. Pero debemos ir más allá.
El problema de fondo está en un modelo en la fijación de precios que es caduco y no tiene sentido en el actual contexto de fuerte penetración de renovables. Pero, como ha insistido la economista Natalia Fabra, “la nueva regulación debería retribuir de forma adecuada y estable los costes del suministro eléctrico, tanto de los activos existentes como de las nuevas inversiones necesarias para transitar hacia un sistema eléctrico descarbonizado. Por otro lado, debería favorecer que los consumidores paguen los precios de un mercado adecuadamente diseñado, capaz de revelar los verdaderos costes de la electricidad”.
Otro capítulo que habrá que encarar es el de los costes regulados, que representan un 60 % de la tarifa eléctrica de un consumidor doméstico. Con la estructura actual, dejar de consumir por ser más eficientes solo afecta al 41,6 % de la tarifa, ya que la parte regulada supone el 58,4 %. Necesitamos una electricidad barata, pero sobre todo necesitamos que el precio final responda a los costes que se ocasionan desde que se genera hasta que se consume.
Sin lugar a dudas, el Fondo Nacional para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico (FNSSE), en el que todo el consumo energético se hace corresponsable del escenario de transición energética, va en la buena dirección. Pero el calendario de implementación es demasiado lento (se pondrá en marcha en toda su efectividad en 2025).
Otro elemento que debería incorporarse es la necesidad de relacionar el pago de la retribución de la distribución y del transporte a la energía verdaderamente distribuida y transportada, diferenciando entre redes de alta, media y baja tensión e introduciendo la distancia existente entre la generación y el consumo. El transporte y la distribución de energía eléctrica supusieron en 2019 unos 6891 millones de euros, un 38 % de los costes regulados o un 22,2 % de todos los costes del sistema eléctrico, antes de impuestos, de los que 5181 millones corresponden a la distribución, y 1710, al transporte, lo que ha supuesto un incremento notable desde 2008 (un 31 %), a pesar de distribuir y transportar menos electricidad. En cualquier caso, la reforma del sector eléctrico pasa por ser, si se quiere hacer de la transición energética el vector de cambio del modelo productivo y una de las bases de la industrialización de este país, una pieza clave para los próximos años.