
Carles Campuzano
Estos días el ‘president’ Pujol ha celebrado sus 90 años. Continúa retirado de la vida pública. Seguramente será así hasta el final de sus días. Sus aportaciones al debate colectivo son muy escasas y puntuales. Asumió, ya hace tiempo, que el ostracismo era la única salida que tenía después de la confesión que efectuó en julio de 2014. Jordi Pujol arrastra desde entonces esa oscura mancha que estropeó su biografía política y quebró la confianza que se había labrado durante toda una vida dedicada a sus ideales de libertad y progreso para Catalunya.
Fuimos muchos en Convergencia, y en el catalanismo en general, los que sentimos una enorme decepción personal aquellos días. La tristeza nos invadió. Nos sentimos dolidos y engañados El ‘president’ Pujol, que era un político que en sus intervenciones públicas y privadas apelaba a los valores morales imprescindibles y necesarios en la acción política, que insistía que el relato de la exigencia de los derechos de los ciudadanos debía ir acompañada del cumplimiento de los deberes por esos mismos deberes, que nos inspiraba en la construcción de un país con una alta exigencia en términos de decencia política, nos informaba de que tenía cuentas en Andorra que nunca había regularizado, que estaban relacionadas con los negocios y actividades de alguno de sus vástagos, investigado entonces por corrupción. Su moralismo, quizás excesivo, no resistió la realidad de los hechos.

La perspectiva de los años terminará recalcando la dimensión histórica de Pujol, el dirigente político más determinante del proceso de construcción nacional que transformó Catalunya, asociada a la modernización del país en todos los sentidos y a su capacidad de ejercer la influencia de Catalunya en la política española y europea como nadie
No obstante, algunos ya dijimos entonces que debían diferenciarse los gravísimos errores de Jordi Pujol en relación al comportamiento de alguno de sus hijos, del balance de su acción política y obra de gobierno. No es una distinción fácil, ni mucho menos evidente. Y creo que la inmensa mayoría de la opinión publica en Catalunya optó entonces por condenar a Jordi Pujol y con él también condenó a buena parte de su obra de gobierno y su legado político. Precisamente, el carácter tan personal de su obra de gobierno, su capacidad de representar en su persona al Govern de la Generalitat, de ejercer un liderazgo total en Convergencia, especialmente desde la retirada de Miquel Roca, hicieron inevitable el vínculo entre la persona y su obra política. Y su persona arrastró también en negativo su política.
El tiempo, y los historiadores, decidirán cuál fue el significado y el sentido de su vida política. Pero defiendo que precisamente la perspectiva de los años terminará recalcando la dimensión histórica del Pujol activista demócrata contra el franquismo, del promotor y patrocinador de múltiples iniciativas económicas, sociales y culturales durante esos años negros, del constructor, al lado de Miquel Roca, del alma y la maquina política que fue Convergencia, del arquitecto inteligente de la hegemonía política del nacionalismo que supo alzar durante más de 20 años en Catalunya y, sobre todo, como el dirigente político más determinante del proceso de construcción nacional que transformó Catalunya, asociada a la modernización del país en todos los sentidos y a su capacidad de ejercer la influencia de Catalunya en la política española y europea como nadie. Pujol ha sido uno de los grandes. Sin él, tanto en positivo como en negativo, no podemos entender la Catalunya de hoy.
Ante el silencio de tantos, hoy nos toca reivindicar también sus políticas en términos de progreso colectivo. Somos muchos los que lo debemos hacer por coherencia personal con nuestras trayectorias políticas. No podemos entendernos sin Pujol y lo que Pujol representó. Pero más allá de nuestras querencias personales, Pujol dejó un país mejor, en todos los sentidos, de aquel que recibió en 1980, cuando alcanzó la presidencia de la Generalitat, con todos los defectos, errores y frustraciones que se quiera, claro. No hay obra humana perfecta ni político que no esté cargado de contradicciones.
Licenciado en Derecho, trabajó entre 1986 y 1992 en el Departament de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya. Ha sido secretario general (1989-1994) y presidente (1994-1996) de la Joventut Nacionalista de Catalunya, concejal del Ayuntamiento de Vilanova i la Geltrú (1987-1991), diputado en el Parlament de Catalunya (1992-1995) y diputado en el Congreso desde 1996 hasta 2019, además de miembro del Consell Nacional de Convergència Democrática de Catalunya hasta que se refundó en el Partit Demòcrata Europeu Català (PdeCat), del que ha sido portavoz en el Congreso hasta las elecciones del 28-A.