E. S.
Cuatro años de crispación y fake news han terminado por cristalizar en una insurrección fallida en la democracia más antigua del mundo. Con la situación controlada y la elección de Joe Biden ratificada por el Congreso, queda por saber si la invasión del Capitolio es el canto del cisne del trumpismo o una semilla que terminará de brotar en los próximos años. Donald Trump saldrá de la Casa Blanca el próximo día 20, pero varios de sus alumnos están bien vivos políticamente, desde Boris Johnson en el Reino Unido, hasta Matteo Salvini en Italia o Viktor Orban en Hungría. Y por supuesto, el Vox de Santiago Abascal.
“Pese a que estoy en total desacuerdo con el resultado de las elecciones, y los hechos me respaldan, habrá una transición ordenada el 20 de enero”. Con estas palabras, en un comunicado difundido en la mañana del jueves, Donald Trump ponía fin –a su manera- a la locura que ha costado cuatro vidas y que él mismo había desatado instando a sus seguidores a dirigirse al Capitolio e impedir la ratificación de los resultados electorales que han concedido la presidencia a Joe Biden. Habrá que ver si se trata de un punto y aparte y no de un punto final, porque Trump insistía en que “continuará la lucha para garantizar que sólo se cuentan los votos legales” y que “es solo el inicio de la lucha por hacer grande otra vez a Estados Unidos”.
No hay que perder de vista que las razones del ascenso de Trump siguen ahí. El auge de la extrema derecha es síntoma de una desigualdad social creciente en las últimas décadas, de la dejación de funciones de muchos medios de comunicación y de la dificultad de controlar la desinformación que circula por internet y las redes sociales
Esa es la incógnita que deja un trumpismo derrotado electoralmente en EEUU –sin descartar que decida presentarse en 2024-, pero que se ha consolidado como una forma de hacer política que ha llegado para quedarse y que da respuesta a unas clases medias muy conservadoras y depauperadas desde la crisis de 2008. Porque no hay que perder de vista que las razones del ascenso de Trump siguen ahí. El auge de la extrema derecha es síntoma de una desigualdad social creciente en las últimas décadas -que la política tradicional no ha sabido o no ha querido frenar-, de la dejación de funciones de muchos medios de comunicación -con la Fox a la cabeza y, en España, con quienes todos tenemos en la cabeza- y de la dificultad de controlar la desinformación que circula por internet y las redes sociales.
Prueba de cómo el lenguaje trumpista ha impregnado a todos los actores políticos son los tuits de los líderes del PP tras los sucesos de Washington. Pablo Casado, que en su día acusó al Gobierno de ilegítimo, como hace ahora Trump con Biden, se ponía el traje institucional para afirmar que: “El asalto al Capitolio es inaceptable. La democracia se basa en la representación parlamentaria que no puede ser coaccionada”. Sin embargo, su número dos, Teodoro García Egea, ejercía de poli malo para asegurar que “condenamos el asalto al Capitolio, como todo ataque jaleado en España por el populismo. Los que rodearon el Congreso en 2016 y lanzaban piedras a diputados y los que se manifestaron ante el Parlamento Andaluz en 2019 contra la alternancia política: los radicales que hoy gobiernan”. Como Trump, ni un tuit sin acusaciones falaces.
Las declaraciones de García Egea casan mucho más con las declaraciones de la sucursal trumpista en España, Vox. Santiago Abascal escribía en Twitter que: “Me extraña que a la izquierda progre le parezca tan mal el asalto al Capitolio. Aquí tenemos a un vicepresidente que llamaba a asaltar el Congreso. Aquí tenemos a una Generalidad gobernada por los que asaltaron el parlamento catalán”. Abascal insistió en que “quizá lo que les molesta a los comunistas y socialistas es que en otros países las izquierdas hayan perdido el monopolio de la violencia. […] Nosotros la hemos condenado siempre, venga de donde venga. Y todavía hoy la sufrimos a diario, instigada desde el gobierno y sus satélites”.
El viento social parece cambiar
A la espera de resolver su pulso con el PP por la hegemonía de la derecha, Vox parece haber conseguido uno de sus principales objetivos: impregnar a todas las derechas –incluido Ciudadanos- de su forma de hacer y delimitar un terreno de juego político cuyas consecuencias ya hemos visto en Estados Unidos. La buena noticia es que parece que Vox ha llegado un poco tarde al momento trumpista. No sólo por la derrota electoral del presidente de los Estados Unidos, sino también porque las encuestas parecen recoger el hastío de la mayoría de los ciudadanos por la crispación y el conflicto. En el CIS, los epígrafes sobre los problemas políticos, el mal comportamiento de los políticos y la falta de acuerdos son, sumados, las principales preocupaciones de los españoles, por delante de la salud y la crisis económica.
La buena noticia es que parece que Vox ha llegado un poco tarde al momento trumpista. No sólo por la derrota electoral del presidente de los Estados Unidos, sino también porque las encuestas parecen recoger el hastío de la mayoría de los ciudadanos por la crispación y el conflicto
Una degradación del clima político que recuerda a la que tuvo lugar en 2004, tras la primera victoria de José Luis Rodríguez Zapatero, y en la que nadie es completamente inocente. No hay que olvidar que el primer partido que hizo bandera del discurso antiestablishment -la famosa “casta”- fue Podemos. El olfato político de Pablo Iglesias detectó hace tiempo que la sociedad respiraba por otro sitio y los morados se han acercado cada vez más a las posiciones de una izquierda clásica. Y desde sus filas ha habido algún intento por mejorar el clima político. Es el caso de la iniciativa lanzada por Roberto Uriarte, diputado de Unidas Podemos, que pretendía articular un foro, con un representante de cada grupo parlamentario en el Congreso, que velara por el fair play. La iniciativa iba viento en popa hasta que hace pocos días Vox se desmarcó. Y, claro, el PP fue detrás, no vaya a ser que les confundan con socialcomunistas, golpistas y proetarras.
En este escenario se enmarcan, por ejemplo, las palabras de Salvador Illa en su reciente entrevista a La Vanguardia, señalando que “cuando hablamos de Cataluña, nadie está libre de culpa”. La derecha, siempre partidaria de la mano dura y del castigo, mucho le ha criticado esas palabras. Pero no deja de ser significativo que los dos partidos que más crecen en las encuestas son los que más están apostando por la reconciliación y la normalización, ERC y PSC, en detrimento de los partidarios del conflicto perpetuo, JxCat, y la represión, PP y Ciudadanos.
La internacional trumpista

A la espera de que se concreten esos indicios de hartazgo por las maneras trumpistas, lo cierto es que sus homólogos internacionales, cada uno con sus particularidades, parecen tener cuerda para rato. Por ejemplo, en el Reino Unido, el Partido Conservador de Boris Johnson y los radicales más allá de sus fronteras no tienen rival político, con el laborismo noqueado y dividido, pero se enfrentan al vacío existencial de haber conseguido el tan ansiado Brexit. Un “¿y ahora, qué?” en el que habrá que lidiar con las consecuencias económicas de haber abandonado la UE sin el gran aliado político y económico con el que Johnson contaba, el propio Trump.
En Italia, Salvini está descubriendo que llegar al cargo de primer ministro no es tan fácil. Se las prometía muy felices cuando salió del gobierno para forzar elecciones, pero el gabinete de Giuseppe Conte está saliendo reforzado de la pandemia y el Partido Democrático, su sustituto en el Ejecutivo de coalición con los Cinco Estrellas, empieza a dar síntomas vitales. Hasta el punto de que en las elecciones regionales de hace un año consiguió evitar la victoria que las encuestas le otorgaban al partido de Salvini en regiones de profundo simbolismo para la izquierda italiana, como Emilia-Romaña.
Y en Hungría, Viktor Orban, ha puesto nervioso a más de uno tras conseguir bloquear durante algunas semanas el multimillonario fondo de recuperación contra la pandemia, que necesitaba de la unanimidad de los socios europeos. De la mano de su homólogo polaco, Mateusz Morawiecki, del partido Ley y Justicia -una formación capaz de declarar algunas ciudades y regiones que gobierna como “zona libre de ideología LGTB”-, se oponía a vincular las ayudas comunitarias al cumplimiento del Estado de derecho. En un pulso que no podían ganar, entre otras cosas porque necesitan los fondos como cualquiera, los negociadores bruselenses les han concedido el derecho a poder recurrir siempre ante el Tribunal de Justicia de la UE cuando la Comisión pretenda bloquearles las ayudas.
Ultranacionalismo, victimismo, negación del rival político, desprecio por los hechos y su análisis riguroso, oposición frontal al feminismo y al movimiento LGTB –el marxismo cultural, según su terminología- y nostalgia por un pasado más acogedor y menos complejo, destruido por las élites políticas y culturales, el famoso establishment –o socialcomunismo para Vox-. Esta última idea, fundamental, la recoge el famoso lema de Trump, ‘Make America great again’ -‘Haz a América grande de nuevo’- o el de los brexiters en el referéndum, ‘Take the power back’ –‘Recupera el poder’-.
Estas posiciones políticas reaccionarias han echado raíces en cientos de millones de personas y será difícil pasar página. En estas semanas, según datos del ‘Huffington Post’, un 52% de los votantes republicanos apoya a Trump en sus acusaciones de pucherazo electoral, a pesar de que no haya aportado ninguna prueba y ninguna causa haya prosperado en los tribunales. El silencio o la connivencia de los principales líderes del Partido Republicano estos cuatro años ha permitido que millones de sus votantes abracen la demagogia, los bulos y las teorías conspiratorias, acercando a la escisión al partido de Abraham Lincoln. Y es que sin la oposición firme de la derecha democrática va a ser muy difícil luchar contra el trumpismo. Ese es el reto que tiene el PP, entre otros, en los próximos años.