Tribuna / Alfonso Vázquez Atochero
En abril de 2011 se estrenó el primer episodio de la exitosa serie ‘Juego de Tronos’. Su título en inglés, ‘Winter is coming’, se hizo rápidamente un hueco en el ideario ‘fandom’ y copó múltiples líneas de ‘merchandising’. Además de la breve sentencia que auguraba la llegada de malos tiempos para Poniente, la lógica argumentativa utilizaba toda una serie de estrategias políticas para mantener a raya a propios y extraños. Y la violencia y el miedo eran semillas de fácil germinación para generar lealtad.
En nuestro mundo, sin dragones por medio, el miedo se inocula por otros canales más o menos sibilinos. Tras la pandemia por Covid, medio superada la crisis sanitaria, un repertorio de crisis derivadas estarían por llegar. Los medios de comunicación, tras descubrir y generalizar el ‘click baiting’, sacaron su cara apocalíptica y ayudaron a generar y mantener este clima de zozobra. Ya conocíamos de sobra esa facilidad que tienen para generar polémica ensalzando a sus correligionarios y demonizando a la oposición. Pero llamar la atención y generar congoja comienzan a ser prioritarios en el discurso mediático, incluso usando la ciencia de manera parcial y alarmista. Desde el espantoso final que le espera al planeta dentro de 4.500 millones de años hasta las misteriosas señales de radio que llegan desde lejanos sistemas solares a millones de años luz, como si a nuestra especie y nuestra humanidad esas alarmas pudieran llegar a afectarle. Y si abandonamos las distancias y tiempos astronómicos y viajamos a escala celular, podemos tomar conciencia y aprender cómo el hongo ‘phiocordyceps’ es capaz de colonizar el cerebro de los insectos haciéndolos perder el control y llevarlos a provocar su propia muerte. Esta idea puede ser adulterada y llevada al mundo de los videojuegos y a la pantalla, como hizo ‘The Last of Us’. Y de ahí a que negacionistas, conspiranoicos y sectas de diversa calibre tomen como suyas estas “realidades” hay un suspiro.
Volvamos a los datos, que nos vamos por las ramas: el verano boreal 2022 se anticipaba cálido. La AEMET así lo pronosticó y el discurso mediático lo difundió con su toque personal, según interesara a su respectivo bando. Y ahora, a toro pasado, con climograma en mano, ha resultado que la temperatura media ha sido 2,2ºC superior a la de los últimos veranos. La misma agencia anticipó un otoño algo más calentito, ciñéndose a un plano estrictamente meteorológico. En otros marcos de análisis, como el económico y el político, sí que lo fue. La siguiente meta era generar incertidumbre y pánico ante el invierno que llegaba. Y si el invierno anterior, sin guerra en Ucrania, las facturas eléctricas diezmaron los presupuestos de las familias españolas, los informes auguraban casi una crisis energética que acabarían con el bienestar mediterráneo. No fue tan grave, y en febrero de 2023 podemos constatar que la factura de la luz no escaló tanto como el año anterior. Pero una vez generado el pánico colectivo, el mercado no podría dejar de aprovechar la situación: si no eran los kilovatios, sería la cesta de la compra y el euríbor los que aterrarían los raídos bolsillos hispanos. Visto de otro modo; si ya hemos generado congoja en la ciudadanía y su consecuente resignación ciudadana y no podemos monetizarla con los mercados potencialmente beneficiarios, busquemos otros ámbitos que puedan resultar beneficiados de ese miedo creado.
El mecanismo, a fin de cuentas, es simple. Revisémoslo: somos sometidos a una situación en la que la tensión escala de manera gradual hasta llegar a un punto casi sin retorno en que la situación se resuelve y, colectivamente, la respuesta es que asimilamos de manera dócil los males menores. A fin de cuentas, es lo que la activista Naomi Klein describe en su doctrina del ‘shock’. Y es, claramente, una técnica utilizada por las estructuras de poder: sin remontarnos mucho tiempo atrás, sólo analizando lo ocurrido en lo que llevamos de siglo, podemos recordar la crisis del miedo generada tras los ataques del 11-S y cómo a partir de ahí aceptamos recortes de libertades en nombre de la seguridad. La crisis económica de 2008 que nos llevó a aceptar con resiliencia una situación económica desventajosa mientras la banca inflaba sus arcas con dinero público. La crisis sanitaria del Covid que limitó nuestros derechos y movilidad. La crisis productiva, social y geopolítica por la guerra de Ucrania en la que Rusia nos aterró con su músculo nuclear… En cualquier caso, y para ir concluyendo, podemos afirmar, sin alejarnos de la verdad, que tanto individual como colectivamente respondemos al miedo con resiliencia y resignación. Y que tras un impacto “ejemplarizante” aceptamos mejor la pérdida subsiguiente de privilegios.
Moraleja: no nos convertiremos en zombis controlados por hongos, no seremos absorbidos por el Sol ni seremos impactados por un devastador asteroide en nuestro anecdótico tiempo cósmico ni seremos visitados por civilizaciones extraterrestres. Nuestro peligro está dentro de nuestra propia especie, en nuestros mitos y en nuestras ambiciones. En cualquier caso, no debemos olvidar que el trabajo no nos hará libres y tampoco nos hará ricos. La acumulación de riquezas llega más bien aprovechando el trabajo de terceras personas. Y el poco capital sobrante ganado, como el esfuerzo laboral, será absorbido por uno u otro grupo de presión: a veces le tocará el pastel a la banca, otra a las energéticas –alternando electricidad y gas– o a las petroleras. Y si me apuran, a las farmacéuticas y médicas. Incluso el agua, en un futuro no muy lejano, y hasta el aire que respiramos si se me permite una licencia literaria distópica en referencia al Lorax. Presten atención a la próxima crisis, a lo que perderán con ella y piensen quiénes saldrán beneficiados de la situación. Y recuerden la enseñanza Jedi: “El miedo es el camino hacia el lado oscuro, el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento, el sufrimiento al lado oscuro.”
Antropólogo y doctor en Comunicación Audiovisual (UEx). Máster en Dirección Estratégica y Gestión de la Innovación (UAB). Profesor de la Universidad de Extremadura y en UNADE. Investigador en Nodo educativo.